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Ver la Versión Completa : La campana suena dos veces



Fidias
08-Dec-2020, 16:40
Tirado en el pavimento, con la cabeza abierta y la camisa empapada en su propia sangre, la sensación de ajetreo y del paso del tiempo, lánguido y agobiante, lo abandonaron. Había tomado la bicicleta con la excusa de ir a ver precios de micrófonos para su podcast; realmente quería disfrutar del verano y se sentía culpable.Se obligaba a sí mismo a tomarse en serio su afición y hacerla rentable, pero, desempleado y disponiendo de tanto tiempo libre, caer en la procrastinación era demasiado tentador. Por ello se sentía avergonzado para con Laura.Anduvo un rato por las empinadas y estrechas calles de Madrid ―entre Serrano y Velazquez― circunvalando las zonas con más tráfico; metiéndose por callejones; en definitiva: alargando lo más posible el paseo. Estaba bajando distraído por una de aquellas callejuelas extrañamente retorcidas, donde apenas penetra la luz y que desembocan en la gran avenida, cuando una fuerte sacudida lo dejó en suspenso. Al volver a abrir los ojos, solo era capaz de aprehender inconexas secuencias: ángulos, esquinas y líneas del pavimento y los edificios y autos; ojos que surgían de gestos de gentes que lo rodeaban; lamentos y dolor que nacían de él, aunque él mismo no se sentía parte de aquello. Todo aglutinado y sin lógica.
Despertó en la cama del hospital, viendo solo centellas por uno de sus ojos, incapaz de entender nada; con palpitaciones y tirones dolorosos y punzantes, al mismo tiempo que una sensación de agarrotamiento lo envolvía. Una fuerte cefalea en uno de los lados de la cabeza, que le llegaba hasta los dientes, le hacía querer apretarse con fuerza la cara, pero sus brazos estaban sujetos con algo hasta el hueso y también le dolían las manos. A los días se enteró de que su mujer estaba sentada junto a él. A las semanas, mientras entre dos enfermeras lo movían con poca delicadeza para cambiarle las sábanas, las escuchó hablar:—Está hecho una... —dijo la más joven.—Lo atropellaron —cortó la otra.

Pasaron algunos meses hasta que pudo articular palabras inteligibles para los demás. ―Ha tenido suerte ―le dijo el traumatólogo mientras le cegaba con la linterna el ojo bueno―.―――――Los daños en su hemisferio no son demasiado graves. Con terapia recuperará casi del todo la capacidad motora y, aunque probablemente le quedará como secuela el arrastrar del habla, también esto se podrá paliar.Aun con tan buen pronóstico, Lazaro descubriría por sí mismo otras consecuencias derivadas de su accidente.


—El médico de cabecera lo envió al traumatólogo y este que lo envía de nuevo al médico general quien lo remite al psiquiatra, para tener que volver a la consulta general y de nuevo...—. Laura le apretaba la mano mientras le hablaba. —Hija, qué desgracia. Pobrecito, Lazaro.—¿Eh?—preguntó algo desorientado Lazaro.—Po-bre-ci-to... Habían ido hasta Cataluña a visitar a la familia de Laura; ella tuvo que conducir todo el camino, porque Lazaro apenas era capaz de sostenerse en pie, no como consecuencia directa de su accidente, sino del sueño y del cansancio. Un tiempo después de que le dieran el alta, había comenzado a sufrir una plaga de sueños lúcidos que no le dejaban descansar.Estos eran de lo más monótonos; se trataban en realidad de recuerdos de hechos vividos días o años atrás. Recuerdos insignificantes en su mayoría: una erección en el salón de sexto grado pensando en una compañera, o como cuando se rompió un diente al caer mal de un tobogán en un parque y el miedo de la reprimenda de su madre hizo que se lo metiera en un bolsillo y estuviese semanas evitando abrir la boca; cenas, peleas familiares, enfermedades, compras, viajes, canciones, indigestiones y borracheras... todo envuelto en el aura neblinosa del sueño que extrañamente se iba disipando más y más, y siempre viéndolo todo desde afuera, como un personaje, y no como en los sueños, donde uno es hasta el escenario.
Apenas pasaba por la etapa de sueño NREM, por lo que al despertar se sentía igual de cansado, como si no hubiese dormido nada. Los médicos no encontraron en las radiografías ni en los escáneres la causa de aquellos sueños, si bien había sufrido daños en la corteza cerebral y resultaba lógico suponer que había una relación directa, pero aquello no era lo normal.
Laura, harta de la situación, sobre todo porque le habían dicho que, dentro de lo que cabía, iba a recuperar a su marido, empezó a meterse en wikis, foros, videos... en cualquier plataforma donde se hablara de los sueños, las causas de los problemas para dormir o de las pesadillas. Intentó explicarse a sí misma, a los demás y al mismo Lazaro las causas de este problema y quizás de todos los problemas que les habían sobrevenido después del accidente, dando todo tipo de razones que empezaban por el estrés y el trauma por accidente, los efectos de los calmantes que le habían recetado a Lazaro, etc; pasando por la “negligencia médica” cuando lo intervinieron; hasta llegar a explicaciones más complejas y coloridas como la alienación social, traumas infantiles reprimidos de Lazaro o cualquier tema socio-psicológicos que se ocurriera. Estas últimas especulaciones le resultaban más caras por su formación en Literatura comparada y quizás también, porque le permitía descargar la frustración con Lazaro.
— ¡Otro hombre de la masa… un desecho más de este estado siempre cambiante!— Lazaro sonreía con condescendencia y una oculta suspicacia, como la del paciente que, más que al diagnóstico, teme tratamiento que se deriva de aquel.



Pero ni aquellas explicaciones ni las drogas que le recetaban paliaban la fatiga extrema que le producían aquellos sueños lúcidos que poco a poco se iban haciendo más comunes a la vez que, dentro de la extraña naturaleza del mundo onírico, más largo, es decir: en un principio solo soñaba escenas aisladas, a veces meras fotografías inmóviles, pero a medida que fué evolucionando la cosa, sus sueños se hicieron cada vez más largo como películas o series interminables con un argumento costumbrista. Algo sinceramente muy aburrido. Una vez soñó toda la época que había pasado con su abuela en Maracaibo, comiendo patacón los domingos; esperando con impaciencia a que su tía y su madre terminaran la telenovela para sintonizar el canal donde echaban los dibujos animados; sufriendo el sol en agosto por jugar, junto a otros niños del barrio, con un palo de escoba y chapas de refresco a los homerunes, y soportando el tedio los domingos por la mañana en la iglesia con los abuelos, y luego a la salida cuando la abuela se ponía hablar con las otras señoras y parecía que aquello nunca iba a terminar.
Cierto que, algunos momentos se le hizo maravilloso volver a revivirlos: como cuando estaba bebiendo en un bar de Hortalezas, en el centro de Madrid, mucho antes de conocer a Laura, con aquella otra venezolana -¡Valeria!-; después se comieron una lasaña en el pequeño restaurante Vesubio, y, casi a las tres, se fueron juntos. Pero también estaban aquellos otros momentos: él, con 5 años, viendo a su padre en un ataúd, tieso y con ese color amarillento, y los sacramentos y la pesadez de la atmosfera, con todas las mujeres llorando a su alrededor y turnándose para sofocarlo a abrazos. La más de las veces, sin embargo, eran sueños sobre la rutina, como aquellos en el aula o trabajando en el estudio, grabando a “promesas del pop”, la mayoría: niñas con más culo que voz o cabeza.
Ese mismo día con sus suegros, después de la comida, la modorra se apoderó de él y cerró los ojos. Fue apenas un instante, pero al volver a abrir los ojos, repentinamente hinchados e inyectados en sangre, empezó a ladearse y gimió en tono de auxilio hacia mujer , que seguía hablando:— L au r a... — Había soñado, de golpe, veinte años de vida. Veinte años no sólo ya de imágenes, sino de olores y tactos y enfermedades y ruidos y charlas y fatigas y tristezas y manías, etc. Lo que le produjo un colapso en aquel momento.




Después de aquello, Lazaro se sumió en un profundo silencio. Le salieron grandes ojeras y perdió gran parte de su pelo, adelgazando hasta tal punto que su rostro se hizo más anguloso por los huesos de los pómulos y al vestir, sus costillas, vértebras, y pelvis se notaban por sobre la ropa. En poco tiempo se había marchitado a la vista de todos. El médico decidió internarlo y monitorizar sus sueños. Era lo único que quedaba por hacer: auscultar su cabeza y ver que pasaba.
Laura lo condujo al hospital, después de recoger algunas cosas en el piso. En el trayecto, lo miraba con ojos maternales y acariciaba su brazo y hombro, ahora enflaquecidos, mientras él, parco e inmovil, miraba al frente con ojos perdidos.
De repente, entre la calle de Serrano y Velazquez, Laura escuchó un fuerte estruendo; el corazón le dió un vuelco y un terrible tirón la dejó fuera de juego. Un camión se había estrellado contra ellos haciéndoles dar vueltas de campana. Una cadena de choques había provocado un caos en la avenida. Una masa de hierros deformados y humeantes estaba esparcida a plena luz de la tarde. Algunos peatones, ante el estrépito de las colisiones, se habían guardado en tiendas y detrás de pósteres, sin que con ello dejaran de intentar ver lo más posible. Cuando todo se detuvo, muchos se acercaron a los autos inertes para intentar ayudar.
Lazaro retornó a la conciencia colgado boca abajo junto a Laura que aún se pendulaba un poco con los brazos estirados. Lazaro logró desasirse del cinturón y salir del auto. Aún en shock, cegado por la luz fulgurante del sol de mediodía, pero guiado por las voces alteradas y un extraño escalofrío que aumentaba, se acercó al epicentro del accidente.
Lázaro como un sonámbulo, demacrado y empapado en su propia sangre, apenas pudo llegar hasta un grupo de hombre que cercaban uno de los autos. Entre ellos se animaban a ayudar, pero ninguno daba un paso. Su cuerpo estuvo a punto de derrumbarse y se echó sobre el hombro de uno de aquellos, que al se, se apartó de él, permitiéndole ver la escena: una la cabeza reventada, un cuerpo trabado entre un auto y un cuadro de bicicleta, su propio rostro distendido con la mirada perdida.