Artifacs
20-Nov-2017, 11:33
Craphound: Cazador de Trastos (1/4)
por Cory Doctorow
Bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/es/legalcode.es), Thank you, Mr. Doctorow.
(Craphound)
Traducción Casera: Sirius
(Homemade Translation)
************************************
Craphound tenía un perverso karma de ventas de trastero; para ser un podrido, apestoso bastardo alienígena, era demasiado bueno sacando el único grano de oro en un furioso río de, para mí, inutilidades, pero riquezas para él. Le respetaba, de todos modos. Pero cuando encontró el vagón cowboy, hacía dos meses, le rentó a él y nada para mí, salvo algún objeto desenterrado alienígena kitsch.
De modo que hice lo impensable, rompí el Código. Me metí en una guerra de pujas con un colega. Nunca dejes que te digan que las mujeres envenenan la amistad: en mi experiencia, las heridas de peleas por las mujeres se curan rápido; las peleas sobre la basura no dejan nada atrás, salvo tierra arrasada.
Craphound vió la señal; su karma, más los visores en su exo-esqueleto, le dieron la ventaja cuando íbamos a 80 km/h por algún tramo de la autopista trasera del campo de casas rurales. Él iba sentado a mi lado mientras yo conducía, y teníamos la radio en la programación del sábado estival de la CBS: ocho fines de semana con ocho horas de antiguos radio-dramas. La Sombra, Silencio Por Favor, Tom Mix, El Guardián de la Cripta con Bela Lugosi. Era la hora tres y Bogey estaba emitiendo su actuación de la adaptación para radio de La Reina de África. Yo llevaba las ventanillas del viejo camión bajadas para poder fumar sin interferir el respirador de Craphound. Mi brazo colgaba de la ventana, la radio tronaba y Craphound dijo:
- ¡Da la vuelta!. ¡Da la vuelta, ahora, Jerry, ahora, da la vuelta!.
Cuando Craphound se emociona de esa forma es señal de que ha encontrado un filón. Comprobé rápidamente el espejo retrovisor, hundí los frenos y giré en redondo.
La transmisión crugió, las ruedas chirriaron y ya estábamos de vuelta por donde habíamos venido.
- Allí, dijo Craphound, gesticulando con su brazo largo y escuálido.
Lo ví. Una señal estatal con una letra A en un marco de madera, un pedazo de tablero escrito a mano amarrado encima del nombre del gestor de fincas:
VENTA DE TRASTOS DE LAS DAMAS
AUXILIARES DEL DPTO DE BOMBEROS
VOLUNTARIOS DE MUSOKA ESTE
SAB 25 JUNIO
¡Yuu-iii!- grité y giré el camión hacia el sucio camino. Disparé el motor mientras surcabamos la carrerera alineada de árboles, confiando en que Craphound viera cualquier venado, señal o autoestopista a tiempo de evitar el desastre.
El cielo era de azul perfecto y el olor estival nos envolvía. Apagué la radio y escuché el viento pasando a través del camión. Ontario es precioso en verano.
- ¡Allí!, gritó Craphound. Puse el intermitente, bajé marcha y volvimos a la carretera de asfalto. Pronto rodamos hasta una estación de bomberos rural, un feo granero de ladrillo. La entrada estaba alineada con largas mesas plegables con pilas hasta arriba.
¡La Virgen!
Craphound me ganó en salir del camión, como siempre. Su exo-esqueleto es programable, de modo que puede grabar pequeños guiones en él tales como: mueve el brazo izquierdo hacia la palanca de la puerta, tira de ella, balancea fuera las piernas hacia el reposa piés, salta a tierra, cierra la pierta, avanza.
Mientras, me aseguro de que he apagado las luces y de que llevo mi cartera.
Dos abuelitas de pelo azul tenían una mesa de cartas puesta frente a la entrada con una gran jarra de limonada y tres cajas de donuts de Tim Horton. Eso nos detuvo a ambos, pues compartimos la superstición de comprar siempre comida a las ancianas y los niños como sacrificio a los dioses de los trastos. Una de las damas sirvió limonada mientras la otra nos saludaba sonriente.
-¡Bienvenidos, bienvenidos! ¡Un largo viaje hasta nosotros!
-Sólo hasta Toronto, madam, dije. Es un chiste viejo pero es parte del ritual y tiene que hacerse.
- Me refería a su amigo, señor. Éste caballero.
Craphound sonrió sin mostrar las encías y sorbió su limonada.
- Pues claro que vine, querida. ¡No me lo perdería por nada de los mundos!.
Su acento era bastante bueno pero, cuando se trataba de juntar frases como ésta, era tan educado que parecía que estaba leyendo las noticias.
La ancianita se sonrojó y dió una risita y me sentí un poco incómodo. Me alejé de las mesas, tratando de no apresurarme. Elegí mi primer punto, más o menos a mitad de la entrada, donde las cosas no eran muy escogidas. Cogí una caja vacía bajo la mesa y comencé a poner cosas en ella: un set de cuatro vasos con dos bolos dorados cruzados y una línea negra alrededor; un colgador de pared de la Expo 67 que ni siquiera estaba borroso; una caja de zapatos llena de cartas de hockey o-pe-che de finales de los sesenta; un usado cortador de acero con mango de madera con el que podías matar un novillo.
Recogí mi caja y continué en otro sitio; un mazo de cartas registradas en el 57 y con el logo del Diario Real Canadiense de Bala, Ontario, impreso en el reverso; un casco de bombero con una placa de bronce tan oscurecida que no podía leerla; un trofeo de tres pisos del Campeonato de Curling de la Región del Este de 1974. La caja registradora en mi mente iba sonado y sonando y sonando. Dios bendiga a las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka.
Excavé esa mesa lo suficiente. Cambié hacia otra parte final de la sala. Era hora de que empezara desde el principio e inspeccionara cada objeto, construyera una pila de "quizás", otra pila de "definitivos" e hiciera estrategia. Con el tiempo, habìa llegado a confiar en el instinto y en los hados, a quienes hago mis plegarias en cada oportunidad.
Oigamos a los hados: un sombero de copa retraíble genuino; un bastón de noche de mango blanco; una muleta de madera de cerezo tallada a mano; un bello parasol con lazo negro; un pararayos de hierro con un gallo en lo alto; todo ello en un mostrador con forma de paraguas de pierna de elefante. Llené la caja, la doblé y comencé con otra.
Choqué con Craphound. Sonrío su sonrisa natural, esa que muestra fila por fila sus húmedas y viscosas encìas, jalonadas con retorcidos y venenosos succionadores.
-¡Oro! ¡Oro!, decía y continuaba andando. Giré mi cabeza tras él justo cuando se inclinaba sobre el vagón cowboy.
Aspiré aire entre los dientes. Era magnífico: un vagón de vapor en miniatura de cuero cosido, cuero trabajo con lazos, sombrero Stetson, boina de guerra y revólveres de seis balas. Fui hacia él y Craphound deshizo el nudo y me quedé sin aire.
En lo alto había un traje infantil de cowboy: con placas de cuero, un fino Stetson, un par de botas de cuero blanco con largas espuelas fijadas a los talones. Craphound se movió con reverencia hacia la mesa y siguió sacando más magia de las profundidades del vagón: una pila de discos 78 Hopalong
Cassidy encuadernados en cartulina; un par de pequeños revólveres de seis balas con pistoleras y cinto; una estrella de plata que decía Sheriff; un fajo de comics de Roy Rogers atados con hilo, en perfectas condiciones; y un saco de cuero lleno de indios y vaqueros de plástico, suficientes como para representar la batalla de El Álamo.
- ¡Oh, Dios mío!, respiré mientras desplegaba el lote sobre la mesa.
- ¿Qué es esto, Jerry?, preguntó Craphound, sujetando los 78.
- Discos viejos, como LPs pero se necesita un tocadiscos especial para escucharlos.
Saqué uno de su funda. Brillaba, sin arañazos, en los fluorescentes del vagón.
- Tengo un tocadiscos de 78 aquí, dijo una miembro de las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka Este.
Era lo bastante baja para mirar a Craphound a los ojos, un pelín por debajo del metro cincuenta y con fina mirada.
-Estas son las cosas de mi Billy, Billy the Kid le llamábamos. Tenía afición por los cowboys cuando era niño. No podíamos quitarle ese tonto disfraz, casi lo echan de la escuela. Ahora es abogado en Toronto, consiguió una bonita oficina en la calle Bay. Le llamé para preguntarle si le importaba que pusiera sus cosas de cowboy en la venta y, ¿sabe qué?. ¡No sabía de qué le estaba hablando!. ¿No lo supera eso todo?. Tenía afición por los cowboys cuando era niño.
Es otro de mis rituales sonreir y asentir con la cabeza y ser lo más educado posible con los anteriores propietarios de los trastos que intento comprar, así que sonreí y asentí mientras examinaba el reproductor de 78 que ella había sacado. Una escritura con lazo encima decía: Pequeño Tocadiscos Oficial de Bob Wills; y tenía una tosca acuarela de Bob
Wills y Sus Texas Playboys sonriendo en el frontal. Era el tipo de tocadiscos que se doblaba como una maleta cuando no se usaba.
Yo tuve uno de niño con El Oso Yogui en el frontal.
La mama de Billy conectó el cable amarillo a un enchufe de pared, cogió el 78 de mis manos y puso la aguja sobre el disco. Sonó un fino ukelele, acompañado de cascos de caballo y, entonces, el narrador con voz profunda de whisky dijo:
¡Qué hay, compañeros! Acabo de montar la hogera del campamento. ¿Porqué no os quedáis, tomáis unos guisantes y os cuento toda la historia sobre cómo Hopalong Cassidy venció a la banda de Duke cuando vino a robar a Santa Fe?.
En mi cabeza, yo ya estaba desmontando el vagón cowboy y su contenido, pensando sobre la mínima puja que pondría en cada objeto en Sotheby. Vendidos individualmente, calculé que podía recibir alrededor de dos de los grandes por el contenido. Luego pensé en poner anuncios en algunas revistas de coleccionistas japonesas, sólo como broma, antes de enviar el lote a la casa de subastas. Nunca se sabe. Un colega que conocía había vendido un conjunto empaquetado completo de figuras de acción Welcome Back, Kotter por cerca de ocho de los grandes de esa forma. Quizá podía comprarme un camión nuevo.
-Esto es maravilloso, dijo Craphound interrumpiendo mi ensueño. ¿Cuánto le gustaría por la colección?
Sentí un cuchillo en mi estómago. Craphound había encontrado el vagón cowboy, eso significaba que era suyo. Aunque él normalmente me dejaba coger las cosas al precio de calle, estaba interesado en todo, y poco importaba si yo cogía algunas migajas con lo que ganar algo para vivir.
La mama de Billy miró las cosas.
-Esperaba obtener veinte dólares por el lote, pero si eso es mucho, estoy dispuesta a rebajarlo.
-Le daré treinta, salió de mi boca, sin intervención del cerebro.
Ambas se giraron y se quedaron mirándome. Craphound era indescifrable detrás de su visor.
La mamá de Billy rompió el silencio.
-¡Oh, Dios m...! ¿Treinta dólares por toda esta porquería?
-Pagaré cincuenta, dijo Craphound.
-Sesenta y cinco, dije yo.
-¡Oh, Dios m...! dijo la mamá de Billy.
-Quinientos, dijo Craphound.
Abrí la boca y la cerré. Craphound había construído su fortuna en la Tierra vendiendo un proceso bioquímico complejo de fotosíntesis sin clorofila a un banquero Saudita. Yo nunca podría vencerle en una guerra de pujas.
-Mil dólares, dijo mi boca.
-Diez mil, dijo Craphound y extrajo un rollo de cien de algún lugar de su exo-esqueleto.
¡Señor mío!, dijo la mamá de Billy. ¡Diez mil dólares!.
Los otros compradores, los bomberos, las damas de pelo azul, todos ellos alzaron sus miradas al oir ésto y las fijaron en nosotros, boquiabiertos.
-Es por una buena causa, dijo Craphound.
-¡Diez mil dólares!, dijo de nuevo la mamá de Billy.
Los dedos de Craphound pasaron por el rollo tan ráudos como las cuentas de un croupier, separó un largo bloque de billetes marrones y se los ofreció a la mamá de Billy.
Uno de los bomberos, un hombre barrigudo de mediana edad, con el pelo de un lado más largo que usaba para tapar la calva, apareció en el hombro de la mamá de Billy.
-¿Qué pasa aquí, Eva?, dijo.
-Este... caballero va a pagar diez mil dólares por las viejas cosas de cowboy de Billy, Tom.
El bombero cogió el dinero de la mamá de Billy y lo observó. Sujetó el primer billete bajo la luz y lo giró así y asá, mirando el cambio del sello holográfico de verde a dorado y a verde de nuevo. Miró el número de serie y el número de serie del billete siguiente. Se chupó el dedo y comenzó a contar los billetes en pilas de diez. Cuanto tuvo diez pilas los contó de nuevo.
-Esto hacen diez mil dólares, correcto. Muchísimas gracias, señor. ¿Puedo echarle una mano llevando esto hasta su coche?.
Craphound, mientras, había reempaquetado el vagón y equilibrado el tocadiscos de 78 encima de todo. Me miró, luego al bombero.
-Me pregunto si podría imponerle que me llevara a la estación de autobús más cercana. Creo que voy a irme a casa por mi cuenta.
El Bombero y la mamá de Billy me miraron. Mis mejillas se sonrojaron.
- Ah, venga, dije. Te llevo a casa.
-Creo que prefiero el autobüs, dijo Craphound.
-No tengo ningún problema en llevarte, amigo, dijo el bombero.
Decidí terminar el día y conducí a casa solo, con el camión medio lleno. Paré en la cochera, tiré una lona sobre la carga, entré, abrí una cerveza y me senté en el sofa a ver un programa de naturaleza sobre un proyecto de reclamación en el desierto de Arizona, donde la legislatura del estado había cambiado un megacentro comercial abandonado y una contrucción personalizada a un alienígena por una maquina de control meteorológico local.
* * * * *
por Cory Doctorow
Bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/es/legalcode.es), Thank you, Mr. Doctorow.
(Craphound)
Traducción Casera: Sirius
(Homemade Translation)
************************************
Craphound tenía un perverso karma de ventas de trastero; para ser un podrido, apestoso bastardo alienígena, era demasiado bueno sacando el único grano de oro en un furioso río de, para mí, inutilidades, pero riquezas para él. Le respetaba, de todos modos. Pero cuando encontró el vagón cowboy, hacía dos meses, le rentó a él y nada para mí, salvo algún objeto desenterrado alienígena kitsch.
De modo que hice lo impensable, rompí el Código. Me metí en una guerra de pujas con un colega. Nunca dejes que te digan que las mujeres envenenan la amistad: en mi experiencia, las heridas de peleas por las mujeres se curan rápido; las peleas sobre la basura no dejan nada atrás, salvo tierra arrasada.
Craphound vió la señal; su karma, más los visores en su exo-esqueleto, le dieron la ventaja cuando íbamos a 80 km/h por algún tramo de la autopista trasera del campo de casas rurales. Él iba sentado a mi lado mientras yo conducía, y teníamos la radio en la programación del sábado estival de la CBS: ocho fines de semana con ocho horas de antiguos radio-dramas. La Sombra, Silencio Por Favor, Tom Mix, El Guardián de la Cripta con Bela Lugosi. Era la hora tres y Bogey estaba emitiendo su actuación de la adaptación para radio de La Reina de África. Yo llevaba las ventanillas del viejo camión bajadas para poder fumar sin interferir el respirador de Craphound. Mi brazo colgaba de la ventana, la radio tronaba y Craphound dijo:
- ¡Da la vuelta!. ¡Da la vuelta, ahora, Jerry, ahora, da la vuelta!.
Cuando Craphound se emociona de esa forma es señal de que ha encontrado un filón. Comprobé rápidamente el espejo retrovisor, hundí los frenos y giré en redondo.
La transmisión crugió, las ruedas chirriaron y ya estábamos de vuelta por donde habíamos venido.
- Allí, dijo Craphound, gesticulando con su brazo largo y escuálido.
Lo ví. Una señal estatal con una letra A en un marco de madera, un pedazo de tablero escrito a mano amarrado encima del nombre del gestor de fincas:
VENTA DE TRASTOS DE LAS DAMAS
AUXILIARES DEL DPTO DE BOMBEROS
VOLUNTARIOS DE MUSOKA ESTE
SAB 25 JUNIO
¡Yuu-iii!- grité y giré el camión hacia el sucio camino. Disparé el motor mientras surcabamos la carrerera alineada de árboles, confiando en que Craphound viera cualquier venado, señal o autoestopista a tiempo de evitar el desastre.
El cielo era de azul perfecto y el olor estival nos envolvía. Apagué la radio y escuché el viento pasando a través del camión. Ontario es precioso en verano.
- ¡Allí!, gritó Craphound. Puse el intermitente, bajé marcha y volvimos a la carretera de asfalto. Pronto rodamos hasta una estación de bomberos rural, un feo granero de ladrillo. La entrada estaba alineada con largas mesas plegables con pilas hasta arriba.
¡La Virgen!
Craphound me ganó en salir del camión, como siempre. Su exo-esqueleto es programable, de modo que puede grabar pequeños guiones en él tales como: mueve el brazo izquierdo hacia la palanca de la puerta, tira de ella, balancea fuera las piernas hacia el reposa piés, salta a tierra, cierra la pierta, avanza.
Mientras, me aseguro de que he apagado las luces y de que llevo mi cartera.
Dos abuelitas de pelo azul tenían una mesa de cartas puesta frente a la entrada con una gran jarra de limonada y tres cajas de donuts de Tim Horton. Eso nos detuvo a ambos, pues compartimos la superstición de comprar siempre comida a las ancianas y los niños como sacrificio a los dioses de los trastos. Una de las damas sirvió limonada mientras la otra nos saludaba sonriente.
-¡Bienvenidos, bienvenidos! ¡Un largo viaje hasta nosotros!
-Sólo hasta Toronto, madam, dije. Es un chiste viejo pero es parte del ritual y tiene que hacerse.
- Me refería a su amigo, señor. Éste caballero.
Craphound sonrió sin mostrar las encías y sorbió su limonada.
- Pues claro que vine, querida. ¡No me lo perdería por nada de los mundos!.
Su acento era bastante bueno pero, cuando se trataba de juntar frases como ésta, era tan educado que parecía que estaba leyendo las noticias.
La ancianita se sonrojó y dió una risita y me sentí un poco incómodo. Me alejé de las mesas, tratando de no apresurarme. Elegí mi primer punto, más o menos a mitad de la entrada, donde las cosas no eran muy escogidas. Cogí una caja vacía bajo la mesa y comencé a poner cosas en ella: un set de cuatro vasos con dos bolos dorados cruzados y una línea negra alrededor; un colgador de pared de la Expo 67 que ni siquiera estaba borroso; una caja de zapatos llena de cartas de hockey o-pe-che de finales de los sesenta; un usado cortador de acero con mango de madera con el que podías matar un novillo.
Recogí mi caja y continué en otro sitio; un mazo de cartas registradas en el 57 y con el logo del Diario Real Canadiense de Bala, Ontario, impreso en el reverso; un casco de bombero con una placa de bronce tan oscurecida que no podía leerla; un trofeo de tres pisos del Campeonato de Curling de la Región del Este de 1974. La caja registradora en mi mente iba sonado y sonando y sonando. Dios bendiga a las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka.
Excavé esa mesa lo suficiente. Cambié hacia otra parte final de la sala. Era hora de que empezara desde el principio e inspeccionara cada objeto, construyera una pila de "quizás", otra pila de "definitivos" e hiciera estrategia. Con el tiempo, habìa llegado a confiar en el instinto y en los hados, a quienes hago mis plegarias en cada oportunidad.
Oigamos a los hados: un sombero de copa retraíble genuino; un bastón de noche de mango blanco; una muleta de madera de cerezo tallada a mano; un bello parasol con lazo negro; un pararayos de hierro con un gallo en lo alto; todo ello en un mostrador con forma de paraguas de pierna de elefante. Llené la caja, la doblé y comencé con otra.
Choqué con Craphound. Sonrío su sonrisa natural, esa que muestra fila por fila sus húmedas y viscosas encìas, jalonadas con retorcidos y venenosos succionadores.
-¡Oro! ¡Oro!, decía y continuaba andando. Giré mi cabeza tras él justo cuando se inclinaba sobre el vagón cowboy.
Aspiré aire entre los dientes. Era magnífico: un vagón de vapor en miniatura de cuero cosido, cuero trabajo con lazos, sombrero Stetson, boina de guerra y revólveres de seis balas. Fui hacia él y Craphound deshizo el nudo y me quedé sin aire.
En lo alto había un traje infantil de cowboy: con placas de cuero, un fino Stetson, un par de botas de cuero blanco con largas espuelas fijadas a los talones. Craphound se movió con reverencia hacia la mesa y siguió sacando más magia de las profundidades del vagón: una pila de discos 78 Hopalong
Cassidy encuadernados en cartulina; un par de pequeños revólveres de seis balas con pistoleras y cinto; una estrella de plata que decía Sheriff; un fajo de comics de Roy Rogers atados con hilo, en perfectas condiciones; y un saco de cuero lleno de indios y vaqueros de plástico, suficientes como para representar la batalla de El Álamo.
- ¡Oh, Dios mío!, respiré mientras desplegaba el lote sobre la mesa.
- ¿Qué es esto, Jerry?, preguntó Craphound, sujetando los 78.
- Discos viejos, como LPs pero se necesita un tocadiscos especial para escucharlos.
Saqué uno de su funda. Brillaba, sin arañazos, en los fluorescentes del vagón.
- Tengo un tocadiscos de 78 aquí, dijo una miembro de las Damas Auxiliares del Departamento de Bomberos Voluntarios de Musoka Este.
Era lo bastante baja para mirar a Craphound a los ojos, un pelín por debajo del metro cincuenta y con fina mirada.
-Estas son las cosas de mi Billy, Billy the Kid le llamábamos. Tenía afición por los cowboys cuando era niño. No podíamos quitarle ese tonto disfraz, casi lo echan de la escuela. Ahora es abogado en Toronto, consiguió una bonita oficina en la calle Bay. Le llamé para preguntarle si le importaba que pusiera sus cosas de cowboy en la venta y, ¿sabe qué?. ¡No sabía de qué le estaba hablando!. ¿No lo supera eso todo?. Tenía afición por los cowboys cuando era niño.
Es otro de mis rituales sonreir y asentir con la cabeza y ser lo más educado posible con los anteriores propietarios de los trastos que intento comprar, así que sonreí y asentí mientras examinaba el reproductor de 78 que ella había sacado. Una escritura con lazo encima decía: Pequeño Tocadiscos Oficial de Bob Wills; y tenía una tosca acuarela de Bob
Wills y Sus Texas Playboys sonriendo en el frontal. Era el tipo de tocadiscos que se doblaba como una maleta cuando no se usaba.
Yo tuve uno de niño con El Oso Yogui en el frontal.
La mama de Billy conectó el cable amarillo a un enchufe de pared, cogió el 78 de mis manos y puso la aguja sobre el disco. Sonó un fino ukelele, acompañado de cascos de caballo y, entonces, el narrador con voz profunda de whisky dijo:
¡Qué hay, compañeros! Acabo de montar la hogera del campamento. ¿Porqué no os quedáis, tomáis unos guisantes y os cuento toda la historia sobre cómo Hopalong Cassidy venció a la banda de Duke cuando vino a robar a Santa Fe?.
En mi cabeza, yo ya estaba desmontando el vagón cowboy y su contenido, pensando sobre la mínima puja que pondría en cada objeto en Sotheby. Vendidos individualmente, calculé que podía recibir alrededor de dos de los grandes por el contenido. Luego pensé en poner anuncios en algunas revistas de coleccionistas japonesas, sólo como broma, antes de enviar el lote a la casa de subastas. Nunca se sabe. Un colega que conocía había vendido un conjunto empaquetado completo de figuras de acción Welcome Back, Kotter por cerca de ocho de los grandes de esa forma. Quizá podía comprarme un camión nuevo.
-Esto es maravilloso, dijo Craphound interrumpiendo mi ensueño. ¿Cuánto le gustaría por la colección?
Sentí un cuchillo en mi estómago. Craphound había encontrado el vagón cowboy, eso significaba que era suyo. Aunque él normalmente me dejaba coger las cosas al precio de calle, estaba interesado en todo, y poco importaba si yo cogía algunas migajas con lo que ganar algo para vivir.
La mama de Billy miró las cosas.
-Esperaba obtener veinte dólares por el lote, pero si eso es mucho, estoy dispuesta a rebajarlo.
-Le daré treinta, salió de mi boca, sin intervención del cerebro.
Ambas se giraron y se quedaron mirándome. Craphound era indescifrable detrás de su visor.
La mamá de Billy rompió el silencio.
-¡Oh, Dios m...! ¿Treinta dólares por toda esta porquería?
-Pagaré cincuenta, dijo Craphound.
-Sesenta y cinco, dije yo.
-¡Oh, Dios m...! dijo la mamá de Billy.
-Quinientos, dijo Craphound.
Abrí la boca y la cerré. Craphound había construído su fortuna en la Tierra vendiendo un proceso bioquímico complejo de fotosíntesis sin clorofila a un banquero Saudita. Yo nunca podría vencerle en una guerra de pujas.
-Mil dólares, dijo mi boca.
-Diez mil, dijo Craphound y extrajo un rollo de cien de algún lugar de su exo-esqueleto.
¡Señor mío!, dijo la mamá de Billy. ¡Diez mil dólares!.
Los otros compradores, los bomberos, las damas de pelo azul, todos ellos alzaron sus miradas al oir ésto y las fijaron en nosotros, boquiabiertos.
-Es por una buena causa, dijo Craphound.
-¡Diez mil dólares!, dijo de nuevo la mamá de Billy.
Los dedos de Craphound pasaron por el rollo tan ráudos como las cuentas de un croupier, separó un largo bloque de billetes marrones y se los ofreció a la mamá de Billy.
Uno de los bomberos, un hombre barrigudo de mediana edad, con el pelo de un lado más largo que usaba para tapar la calva, apareció en el hombro de la mamá de Billy.
-¿Qué pasa aquí, Eva?, dijo.
-Este... caballero va a pagar diez mil dólares por las viejas cosas de cowboy de Billy, Tom.
El bombero cogió el dinero de la mamá de Billy y lo observó. Sujetó el primer billete bajo la luz y lo giró así y asá, mirando el cambio del sello holográfico de verde a dorado y a verde de nuevo. Miró el número de serie y el número de serie del billete siguiente. Se chupó el dedo y comenzó a contar los billetes en pilas de diez. Cuanto tuvo diez pilas los contó de nuevo.
-Esto hacen diez mil dólares, correcto. Muchísimas gracias, señor. ¿Puedo echarle una mano llevando esto hasta su coche?.
Craphound, mientras, había reempaquetado el vagón y equilibrado el tocadiscos de 78 encima de todo. Me miró, luego al bombero.
-Me pregunto si podría imponerle que me llevara a la estación de autobús más cercana. Creo que voy a irme a casa por mi cuenta.
El Bombero y la mamá de Billy me miraron. Mis mejillas se sonrojaron.
- Ah, venga, dije. Te llevo a casa.
-Creo que prefiero el autobüs, dijo Craphound.
-No tengo ningún problema en llevarte, amigo, dijo el bombero.
Decidí terminar el día y conducí a casa solo, con el camión medio lleno. Paré en la cochera, tiré una lona sobre la carga, entré, abrí una cerveza y me senté en el sofa a ver un programa de naturaleza sobre un proyecto de reclamación en el desierto de Arizona, donde la legislatura del estado había cambiado un megacentro comercial abandonado y una contrucción personalizada a un alienígena por una maquina de control meteorológico local.
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