Almo
13-Feb-2015, 19:09
El autobús volcó tras embestir a dos coches y derribar una farola, que a su vez hizo caer entre chispas el cable que sostenía un inmenso semáforo de dos caras sobre el cruce. La explosión fue casi inmediata, y de los diecisiete pasajeros que ocupaban el vehículo en ese momento tan sólo sobrevivió uno.
Nadie vio una luz en el cielo que les reclamara, ni surgieron sombras y demonios de la tierra para llevarlos a cumplir penitencia por los pecados cometidos. Eso sí, todos pudieron ver en directo y tres dimensiones el instante inmediato que siguió a sus muertes, y aunque no sintieron el crujir de huesos ni el arder de sus carnes, todos ellos se estremecieron ante la dantesca visión. Eran espectadores de una obra de teatro terriblemente real que se desarrollaba a su alrededor, envolvente como un saco de dormir cerrado.
En algún momento uno de ellos logró dejar de mirar su propio cadáver y vio a los demás pasajeros, o sus almas, o lo que fuera, absortas en la contemplación y el lamento. Llamó la atención de una con un gesto, y poco a poco todos fueron dándose cuenta de que estaban juntos en aquello. Algunos se dieron la mano, otro apartaron la vista, los que más lloraban e interrogaban al mundo con la mirada empañada.
Entonces llegó Él. Podrían haberle tomado por un pizzero, mensajero o algo similar, si no fuera por el aura luminosa que lo rodeaba. Los miró mientras parecía contarlos en voz baja, chequeó unos papeles que llevaba y negó con la cabeza. “Maldita sea”, dijo, “ya se han vuelto a equivocar”.
Todos se acercaron a Él. No era como ellos, no era cuerpo, ni alma, ni pizzero, pero al menos parecía saber dónde estaba. Él volvió a contarlos y maldiciendo otra vez, les dijo en voz alta:
- Veamos, está claro que aquí hay un error. Yo sólo tengo sitio para nueve y vosotros sois dieciséis, así que me sobran siete. ¿Voluntarios?
Nadie entendía el significado de sus palabras, así que se miraron los unos a los otros, confusos y asustados. Él se colocó las manos en la cadera y volvió a negar con la cabeza, resignado.
- Os lo explicaré. Me voy a llevar a nueve. Siete se quedan. A mí me da igual quién hace qué, pero tengo prisa, así que decidios rápido.
Los difuntos volvieron a mirarse, y uno se atrevió a preguntar con una voz que no reconoció como propia: “Perdona. ¿Y a dónde te nos llevas?” Los demás asintieron viendo lo relevante de la pregunta y más aún de la respuesta que Él les diera. Pero el que no era un pizzero les miró con sorna y contestó: “Chicos, aquí no hay alternativas, sólo tengo un destino al que llevaros”.
Algunos interpretaron sus palabras como una condena, ya que aquel tipo no tenía pinta de ser Dios, ni San Pedro, ni nada parecido. Otros reflexionaron sobre el sentido de sus palabras, la posible negación del cielo y el infierno, la esencia de ese destino único. El que había preguntado, envalentonado por su propia osadía, repitió atrevimiento: “¿Y si nos quedamos, qué nos espera?” Él le miró, miró hacia los restos calcinados de sus cuerpos y se rascó un poco la mandíbula mal afeitada. “Pues no había pensado en eso”, contestó, “la verdad es que con eso poco se puede hacer”, dijo señalando los cuerpos que todavía ardían, mientras a lo lejos se oían ya las sirenas.
Lo que había sido una mujer se adelantó y tartamudeó un poco: “Yo quiero ir contigo. Sea lo que sea, no será peor que lo que ya he vivido”. Él la miró y le sonrió, afable. Parecía como si conociera su historia. Pero alguien contestó a su lado: “Lo importante no es si es mejor o peor que lo que has vivido, sino si es mejor o peor que le te queda por vivir”. Se oyeron algunos murmullos de asentimiento. La mujer recapacitó y dio un paso atrás. Un joven de pelo largo preguntó: “¿Y si no hay voluntarios? ¿Y si todos queremos quedarnos?” Pero Él no dudó antes de contestar: “Imposible. Me llevo a nueve, o vienen por voluntad propia o escojo a dedo. Decidid, y ya.”
“No me parece justo”, dijo un tipo de tripa generosa. “Ni a mí”, le secundó una mujer que apretaba a un chiquillo contra sus piernas. Todos alzaron su voz indignada, reclamando alternativas, opciones. Él echó un vistazo a su reloj de pulsera y se dio la vuelta murmurando algo como “¡Humanos!”, y antes siquiera que alguien le oyera, nueve de los presentes desaparecieron sin dejar una simple sombra que los recordara. Los otros siete se miraron, desconcertados. “¿Qué coño ha pasado?”, preguntó el que había hablado primero, y que seguía allí. “¿A dónde se los ha llevado?” Pero otro hombre algo mayor le contestó: “¿Y eso qué importa? Lo que importa es ¿dónde estamos nosotros?”
Y mientras decía eso vieron llegar a los camiones de bomberos, la muchedumbre que se había aglomerado y que estorbaba más que ayudaba, y la policía que empezaba a desviar el tráfico antes de que el atasco fuera un nudo gordiano imposible de deshacer.
“Creo que nos quedamos aquí.” Dijo un chaval con voz resignada. “Me temo que hemos dudado demasiado”. Todos le miraron incrédulos y el chico habría enrojecido si hubiese tenido mejillas para ello. “¿Aquí? ¿Qué significa aquí?”, preguntó la madre, que se había quedado, pero sin criatura. “Yo me voy a casa, quizás mi cuerpo esté allí”, dijo de nuevo el primer hablante, y dicho y hecho, se desplazó más que andó en dirección sur. Los demás dudaron unos instantes, pero pronto siguió cada uno su propio camino, buscando un destino que no habían sabido escoger.
Nadie vio una luz en el cielo que les reclamara, ni surgieron sombras y demonios de la tierra para llevarlos a cumplir penitencia por los pecados cometidos. Eso sí, todos pudieron ver en directo y tres dimensiones el instante inmediato que siguió a sus muertes, y aunque no sintieron el crujir de huesos ni el arder de sus carnes, todos ellos se estremecieron ante la dantesca visión. Eran espectadores de una obra de teatro terriblemente real que se desarrollaba a su alrededor, envolvente como un saco de dormir cerrado.
En algún momento uno de ellos logró dejar de mirar su propio cadáver y vio a los demás pasajeros, o sus almas, o lo que fuera, absortas en la contemplación y el lamento. Llamó la atención de una con un gesto, y poco a poco todos fueron dándose cuenta de que estaban juntos en aquello. Algunos se dieron la mano, otro apartaron la vista, los que más lloraban e interrogaban al mundo con la mirada empañada.
Entonces llegó Él. Podrían haberle tomado por un pizzero, mensajero o algo similar, si no fuera por el aura luminosa que lo rodeaba. Los miró mientras parecía contarlos en voz baja, chequeó unos papeles que llevaba y negó con la cabeza. “Maldita sea”, dijo, “ya se han vuelto a equivocar”.
Todos se acercaron a Él. No era como ellos, no era cuerpo, ni alma, ni pizzero, pero al menos parecía saber dónde estaba. Él volvió a contarlos y maldiciendo otra vez, les dijo en voz alta:
- Veamos, está claro que aquí hay un error. Yo sólo tengo sitio para nueve y vosotros sois dieciséis, así que me sobran siete. ¿Voluntarios?
Nadie entendía el significado de sus palabras, así que se miraron los unos a los otros, confusos y asustados. Él se colocó las manos en la cadera y volvió a negar con la cabeza, resignado.
- Os lo explicaré. Me voy a llevar a nueve. Siete se quedan. A mí me da igual quién hace qué, pero tengo prisa, así que decidios rápido.
Los difuntos volvieron a mirarse, y uno se atrevió a preguntar con una voz que no reconoció como propia: “Perdona. ¿Y a dónde te nos llevas?” Los demás asintieron viendo lo relevante de la pregunta y más aún de la respuesta que Él les diera. Pero el que no era un pizzero les miró con sorna y contestó: “Chicos, aquí no hay alternativas, sólo tengo un destino al que llevaros”.
Algunos interpretaron sus palabras como una condena, ya que aquel tipo no tenía pinta de ser Dios, ni San Pedro, ni nada parecido. Otros reflexionaron sobre el sentido de sus palabras, la posible negación del cielo y el infierno, la esencia de ese destino único. El que había preguntado, envalentonado por su propia osadía, repitió atrevimiento: “¿Y si nos quedamos, qué nos espera?” Él le miró, miró hacia los restos calcinados de sus cuerpos y se rascó un poco la mandíbula mal afeitada. “Pues no había pensado en eso”, contestó, “la verdad es que con eso poco se puede hacer”, dijo señalando los cuerpos que todavía ardían, mientras a lo lejos se oían ya las sirenas.
Lo que había sido una mujer se adelantó y tartamudeó un poco: “Yo quiero ir contigo. Sea lo que sea, no será peor que lo que ya he vivido”. Él la miró y le sonrió, afable. Parecía como si conociera su historia. Pero alguien contestó a su lado: “Lo importante no es si es mejor o peor que lo que has vivido, sino si es mejor o peor que le te queda por vivir”. Se oyeron algunos murmullos de asentimiento. La mujer recapacitó y dio un paso atrás. Un joven de pelo largo preguntó: “¿Y si no hay voluntarios? ¿Y si todos queremos quedarnos?” Pero Él no dudó antes de contestar: “Imposible. Me llevo a nueve, o vienen por voluntad propia o escojo a dedo. Decidid, y ya.”
“No me parece justo”, dijo un tipo de tripa generosa. “Ni a mí”, le secundó una mujer que apretaba a un chiquillo contra sus piernas. Todos alzaron su voz indignada, reclamando alternativas, opciones. Él echó un vistazo a su reloj de pulsera y se dio la vuelta murmurando algo como “¡Humanos!”, y antes siquiera que alguien le oyera, nueve de los presentes desaparecieron sin dejar una simple sombra que los recordara. Los otros siete se miraron, desconcertados. “¿Qué coño ha pasado?”, preguntó el que había hablado primero, y que seguía allí. “¿A dónde se los ha llevado?” Pero otro hombre algo mayor le contestó: “¿Y eso qué importa? Lo que importa es ¿dónde estamos nosotros?”
Y mientras decía eso vieron llegar a los camiones de bomberos, la muchedumbre que se había aglomerado y que estorbaba más que ayudaba, y la policía que empezaba a desviar el tráfico antes de que el atasco fuera un nudo gordiano imposible de deshacer.
“Creo que nos quedamos aquí.” Dijo un chaval con voz resignada. “Me temo que hemos dudado demasiado”. Todos le miraron incrédulos y el chico habría enrojecido si hubiese tenido mejillas para ello. “¿Aquí? ¿Qué significa aquí?”, preguntó la madre, que se había quedado, pero sin criatura. “Yo me voy a casa, quizás mi cuerpo esté allí”, dijo de nuevo el primer hablante, y dicho y hecho, se desplazó más que andó en dirección sur. Los demás dudaron unos instantes, pero pronto siguió cada uno su propio camino, buscando un destino que no habían sabido escoger.