rodriska
20-Jan-2015, 03:10
Les dejo mi relato. Cualquier crítica, en especial las negativas, es bienvenida. Saludos a todos.
En la niebla, conectados
Por Rodrigo Baudagna
Un momento antes, la ciudad bullía de alegría por las esperanzas que brindaban los viajes espaciales. Un momento después, la desilusión los invadió como una niebla espesa, cubrió sus frentes y se posó sobre ellos como un pesado manto que apagaba los fuegos ardientes y vivos. Sí, se encendieron otros fuegos, pero unos bien diferentes. Estos nuevos pudieron iluminar con sombras danzantes el muro que comenzó a partir la ciudad en dos, pero no fueron capaces de volver a despertar las ilusiones ya perdidas. El muro no era un muro, pero los de un lado recibieron algo del espacio. Los del otro… bueno, los del otro somos nosotros.
—Papá, ¿por qué salimos? Quiero volver a casa —dijo Josh, mi hijo, el pequeño regalo que Marta y yo alcanzamos a darnos. Estábamos caminando, al atardecer, por una calle oscura, en la que apenas parecía verse más allá de la silueta de las casas a nuestros lados y del resplandor de los fuegos encendidos allí donde dos o más personas llegaran a reunirse. Todo el resto era una espesa niebla amarronada. Ya hacía bastante que no volvía la electricidad, y el frío era, casi siempre, bastante desagradable. Sin embargo, mi hijo estaba ya acostumbrado al mundo hiperpoblado y a la vez vacío en el que vivía, y no se sentía para nada extraño en medio del caos. Era una pieza, como yo. Un cliente. Pero mi hijo no podía asimilar del todo la vacuidad en la que vivía, y por eso se asustaba. Sus ocho años, suficiente juventud para hacer de él un niño nacido en el “futuro-hoy” (así llamaban, en las publicidades, a la época de gloria de la humanidad en la que nos encontramos incluso ahora), deberían haber sido más que suficientes para enfrentarse solo al caos. Pero no lo eran.
—¡Papá!
—Josh, vamos a ver a mami. Tranquilo, no va a pasar nada. Esta gente no nos va a molestar.
—No quiero ver a mami. Yo quiero estar en casa. Acá hace frío y es feo.
—Si te portás bien te prometo que te voy a llevar a una nave espacial, como esas que muestran por la televisión —le dije. Y quizá sea eso lo único que en realidad tengamos los que estamos de este lado: frágiles esperanzas de cruzar el muro e ir hacia las estrellas. Sólo sueños despertándose tras el manto de desilusiones. Ciertamente, de este lado nunca vienen a buscar pasajeros para sus naves.
—Siempre decís lo mismo pero nunca me llevaste a una nave espacial. Y mami… mami está enferma y mala. Y la abuela siempre se queja de todo y me aburro en la casa de la abuela.
—Pero la abuela y mami te van a cuidar.
—Mami no hace nada.
Josh me tomaba la mano con delicadeza y con sus cortos pasos intentaba seguirme el ritmo. Pero yo no quería quedarme mucho tiempo en la calle. Las miradas de esa gente no me agradaban. No eran las de las personas de la televisión; no, en la televisión ellas siempre sonríen, con blancos y pulcros dientes, y hablan con palabras seguras denotando una confianza y una salud perfectas. En la televisión visten sus ropas limpias y nuevas, y sus trajes a la moda, y mencionan las miles de veces que las naves espaciales salen a colonizar algún planeta nuevo. Luego muestran las imágenes en las que hay columnas interminables de personas con sus equipajes en las manos subiendo lentamente hacia el interior de aquellas máquinas colosales, como si de agua de un río se tratara, con su lento fluir inconsciente, esperando, quizá, desembocar en algún mar de sueños cumplidos; mientras nosotros nos quedamos mirando siempre, a través de la sensopantalla, las ilusiones propias y las realidades de los otros.
Pero, a pesar de todo, teníamos que seguir.
Y seguíamos caminando, mi hijo y yo, por la calle oscurecida bañada de humo y polvo. El murmullo permanente de las calles sonaba ya casi imperceptible a mis oídos saturados, y mis ojos casi se acostumbraban a ver a los desamparados rodeando fogatas alimentadas de despojos, de muebles y combustible robado. La danza de las llamas era lo único que iluminaba el barrio en donde vivíamos, porque ni el sol ni las estrellas conseguían con sus puñales de luz cortar aquel manto de niebla y esmog. O quizá sólo era mi percepción alterada.
Ya me cansé de caminar, dijo Josh. Llegamos dentro de un rato, dije. Pero papá, me aburro. No quiero estar allá, agregó. Me tiraba de la mano como intentando hacerme retroceder, así que lo levanté del suelo y lo cargué sobre mis hombros. Estaba mucho más pesado que antes, aunque seguía delgado como todos los niños de este lado. Tenés que visitar a mami, ella te extraña. Pero si nunca me dice nada, respondió. Pero sé que te quiere mucho. Ahora te debe estar extrañando. No quiero ir, respondió. Caminé un poco más, cargando a mi hijo en mis hombros, tratando de evitar tropezar con las irregularidades de la calle de tierra. Aparte vos nunca ves a mi mamá, te quedas con la abuela o te vas y venís después de un rato, dijo Josh, reprochándome lo de siempre. No le respondí, sino que seguí caminando por la calle, una calle sin autos, sin árboles y sin vida. Sólo los fuegos danzantes a mi lado y las personas calentándose con ellos.
—Tengo sed, papá.
—En la casa de la abuela hay agua. ¿Te acordás que tiene agua mucho más rica? Siempre me decías eso.
—Sí, la abuela tiene agua más limpia que la de casa. Me gusta el agua limpia.
Siempre faltaba el agua, por lo que no era raro que Josh me dijera que tenía sed. Yo hacía lo posible para conseguir agua saludable, pero como él era un niño y yo, un hombre desempleado, los camiones distribuidores nos daban poca cantidad. Así que nos teníamos que conformar con el agua corriente, que no era muy potable que digamos. En realidad, desde la catástrofe de hace algunos años, de la canilla no dejó de salir esa agua de sabor raro. Pero en algunas partes de la ciudad, teniendo las cañerías en mejor estado o comprando buenos filtros, el agua salía bastante mejor.
También, creo yo, muchos problemas vinieron luego de la expansión por la galaxia, a pesar de las riquezas que habían traído los viajes espaciales. Traían riquezas, que (está de más decir) no eran para nosotros, pero se llevaban el agua y los alimentos hacia las estrellas. Sólo así podían sostener la colonización. Después se habían puesto a descontaminar el agua de los ríos o a desalinizar toneladas de agua de mar, pero sólo luego de miles de muertos por la escasez. Nos decían que el Estado nos iba a ayudar un poco, pero que, también, cada uno era responsable de su propia felicidad, que teníamos que trabajar y buscar una vida mejor en mejores zonas de las ciudades, pero se olvidaron de decirnos que había poco trabajo y que muchos no podían (o no querían, puede ser) estudiar ni trabajar.
Me distraje un poco, suelo hacerlo bastante seguido. Pero vuelvo ahora a lo que estaba diciendo, para que no se pierda el hilo del recuerdo.
—Mirá, Josh, ahí está la casa de mami —le dije. Ya habíamos caminado no sé cuánto, y por fin llegábamos.
—Ya sé, papi. Pero no quiero ir.
—Vas a tener que hacerlo, Josh. Así visitamos a la mami y a la abuela. ¿Y no tenías sed?
—Pero yo quiero estar en casa —pareció hablar con una voz triste, quizá hasta reprochadora.
—Ya te dije, tenemos que visitarlas. Ellas te extrañan, seguro.
—Si acá no hay nada. Nunca hay nada.
¿Cómo no maravillarme con la clarividencia de mi niño? Es capaz de reconocer a la nada mirándola cara a cara, algo que pocos eran capaces de hacer con tal sinceridad y acierto. No había nada, sólo ruinas, personas sin hogar y, en medio de la niebla, conectados. Había sido su barrio toda la vida y me reprochaba la ausencia que su barrio demostraba.
Conectados… La madre de Josh, Marta, es uno de ellos. Sí, descastada, relegada o excluida como todos los de su clase. Porque ser fruto de un programa cancelado por falta de resultados y falta de presupuesto parecía significar el aislamiento y la pobreza. Sin embargo, al principio no se aislaba, sino que intentaba mantener una vida cotidiana aceptable. No recuerdo dónde la conocí, pero me acuerdo claramente de su peculiar belleza, aunque ella parecía algo seca, se puede decir, debido a que desde esa época ya estaba conectada. Tener una computadora y una imperceptible antena en la cabeza no la hacía ajena al género humano, pero el saberse parte de un experimento y el reconocerse como una conectada, una carcasa de algunos recuerdos pero puras premisas lógicas y fríos cálculos, le hacía parecer antipática y perdida. No sé por qué me había gustado; pero, a pesar de nunca haberme enamorado de ella, por algo debe ser que engendramos un hijo. No era simple deseo. No, era algo más. Quizá ella había visto algo en mí y eso me había hecho sentir, aunque sea inconscientemente, deseado.
El proyecto, si bien sonaba muy prometedor, había fracasado porque los conectados no parecían humanos y no respondían de una manera adecuada a los estímulos externos; los objetivos básicos por los que fueron creados (el espionaje y la mejora de las funciones cognitivas) no llegaron a cumplirse. Habían cerrado el proyecto, pero las consecuencias negativas en los sujetos del experimento nunca se pudieron solucionar. Marta tuvo que aprender a vivir con eso.
¿Y en ese momento cómo estaba? Vacía como siempre, incapaz de reconocer a su hijo como más que fruto de combinaciones genéticas ocasionales cuya causa no era más que un acto sexual rápido y sin protección. Un polvo, nada más que eso, y todo se había ido a la mierda.
Pero allí, en el umbral de su casa, toqué la puerta con calma pero firmemente, dispuesto a esperar lo que fuere por ser atendido. A lo lejos, cerca de las casas vecinas, entre la niebla, se distinguían miradas desconfiadas y curiosas, siempre al acecho por si descubrían algún chisme que fuera digno de contar. La puerta chirrió y se abrió lentamente, mientras asomaba por la abertura una anciana sosteniendo una escopeta con manos temblorosas. Seguro se le va a escapar un tiro en cualquier momento, pensé. Aparté a mi hijo de la mirada asesina del arma y le dije a la anciana que no tuviera miedo, que soy Jacob, que vengo a ver a Marta, que necesito ayuda porque me salió un trabajo.
—¡Jacob! Y mi querido niñito. Hace mucho que no vienen por acá —la anciana bajó el arma y nos invitó a pasar haciéndose a un lado. A mis ojos llegó la imagen de una oscura sala, apenas iluminada por un foco de muy bajo consumo, las cortinas cubriendo cada ventana y la mesa vacía, vacía con sólo una vela apagada y medio derretida. Albertina era una de esas personas que tenían la gran suerte de tener una batería de combustible en su propia casa, y seguramente muchos habían intentado robarla, por eso la escopeta—. Perdoná el recibimiento, pero es que cada vez veo menos. Y hay que tener cuidado, que por acá roban mucho. Y no soporto la electricidad que no viene, más con este frío horrible.
—¿Cómo estás, Albertina? ¿Y Marta? —la anciana abuela parecía siempre estar sufriendo, quizá acosada por la soledad inconmensurable de la imposibilidad de salir de su casa. Sí, eso sí, siempre se ponía contenta cuando yo iba a verla.
Me senté en la silla que tenía más cerca, y Josh se sentó en otra cruzándose de brazos y sin decir nada. La casa, a mis ojos, tenía un aspecto lúgubre, como si la anciana y la mujer enferma que en ella vivían fueran tan sólo espectros en un hogar y un mundo sin vida. Apenas nos sentamos, Albertina se acercó a la cocina y se puso a hervir agua, sin siquiera preguntar qué deseábamos.
—Estoy bien, como siempre, querido. Martita está igual, pero se nota tan contenta cuando ve la televisión. Vos lo vieras… con esos ojitos de niña siempre atentos a las publicidades. Hay veces que de vez en cuando me habla, me cuenta sobre teorías de física, viajes en el tiempo y qué se yo.
—Oh, claro.
—¿Me das un poco de agua limpia, abuela?
—Sí, querido, ya te llevo. Andá a ver a mami, que está mirando tele —dijo Albertina desde la cocina.
—No quiero verla —me susurró confidencialmente, sin duda para evitar que su abuela lo oyera.
—Andá a verla, dale —le di un suave empujoncito, como para incitarlo a ir a ver a su madre, pero no se bajó de la silla.
—Está en el living. Allá, mirá, donde está la tele. Pero no se la apagues —dijo Albertina.
—Andá, Josh, así hablo con la abuela —dije, sin animarme a levantarme y ver a Marta. No podía mirarla y ver en lo que se había convertido, ver cómo esos malditos nanobots se habían infiltrado en su cerebro y habían anulado la mayor parte de sus funciones motrices. ¿Conectada? Y una mierda.
Josh, quizá como para quedar bien, o quizá por genuinos deseos de ver a su madre, se levantó de su silla y fue hacia donde su abuela le había indicado. Yo no sabía qué iría a hacer con Marta, pero lo más probable era que la acompañara mirando televisión con la esperanza de que le prestara un poco de atención. A veces, es verdad, cuando íbamos a visitarla le daba algunas caricias distraídas a nuestro hijo. U, otras veces, cuando yo todavía iba a verla, me sonreía como sabiendo quién estaba junto a ella e intentado mostrarse feliz por eso. Quizá con Josh hiciera lo mismo.
—¿De dónde conseguiste el té? —me asombré al ver que Albertina sacaba una pequeña caja verde, y tomaba de su interior dos saquitos oscuros para poner en dos recipientes y agregarle luego el agua hervida. El agua humeante de las tazas daba un aire de cálidas nubes a la oscurecida habitación, y la dotaba de una atmósfera extraña y embriagante con el aroma casi desconocido y olvidado por mi nariz. No recordaba que el té tuviera un aroma tan intenso.
—Hace años que no se ve té, ¿cierto? Lo tenía guardado de hace mucho. Por suerte que no se ha llenado de bichos.
Noté algo en su voz, quizá palabras temblorosas y frágiles. Asustadas por la pobreza alrededor, enfurecidas por la riqueza a lo lejos. O tal vez palabras alegres, bañadas de emoción, por nuestra visita.
—A veces mandan esas hojas molidas que bien puede ser pasto —comenté.
—¿Y cómo te está yendo a vos? Está difícil la cosa. Casi no hay trabajo de este lado de la ciudad, pero siempre se puede conseguir algo. Escuché que ahora hay más oportunidades con el servicio militar en las Fuerzas Internacionales —tomó las dos tazas con decididos brazos y me acercó una. Sediento, probé el algo ardiente brebaje, y en ese olor tan suave se me devolvía, fugazmente, la vida arrebatada hace años.
—Consigo unos billetes limpiando los basurales, pero no consigo el sueldo suficiente para que me den una tarjeta de crédito.
—Tomate tu té rápido, hace mejor estando caliente. Esperame que le llevo el agua al nene y me fijo cómo está Marta.
Esperé un rato hasta que viniera, mientras sorbía con lentitud esta bebida caliente de años perdidos. Quizá, sólo quizá, pensé, pueda recuperar lo que antes tuve si este trabajo me sale bien. Albertina volvió de la otra sala con sus característicos pasos lentos y meticulosos, aunque me parecía a mí que se forzaba a aparentar mucho más salud de la que en realidad tenía. ¿Y Martita? ¿No toma té?, pregunté, cuando Albertina volvió a sentarse en la mesa. Ella me sonrió mientras bebía de su taza, pero en sus ojos alcancé a ver más tristeza de la que sus labios mostraban. Esos ojos de párpados arrugados y leves ojeras, que me miraban como queriéndome decir algo más de lo que yo estaba escuchando. No sé por qué, pero siempre prestaba atención a los ojos de las personas. Ahora no tanto.
—Sólo come por intravenosa, ya te había dicho… ¿Y te conté que ayer me habló? ¿No? Me dijo: “Un poco más, necesito…” y no entendí lo otro, entonces yo le pregunté qué necesitaba y me dijo: “navegar”, o algo así. ¿Navegar? Por el espacio será, pero ella nunca fue al espacio aunque seguro que le debe dar mucha curiosidad. Y por eso le pongo los programas del canal siete, que siempre pasa videos de naves espaciales y qué se yo.
—Creo que se refería a navegar en internet. Porque no puede porque desactivaron el chip conector.
—Ah. Nunca entendí de esas cosas.
—Ella me contó cuando vivía todavía conmigo.
—¿Por qué no te quedaste con ella, Jacob? A lo mejor ella hubiera estado mejor con vos y el nene.
No creo. Además, yo no iba a tener tiempo para cuidarla, dije, tratando de parecer indiferente frente a palabras que no me lo eran. Podríamos haber vivido todos juntos, dijo. Bebía despacio su té, como si no quisiera terminarlo hasta la llegada del próximo camión de suministros. Sí, podríamos. Pero las cosas no se dieron así, dije.
—¿Por qué viniste? —me preguntó, al cabo de un rato.
Yo trataba de tomar rápido el té, así podía darme más fuerza, más ánimos para comunicarle mi decisión inalterable. Una decisión atravesada de vagas esperanzas, pero también una oportunidad que brindaba el gobierno.
—Albertina… Conseguí un trabajo en el otro lado de la ciudad. No es mucho, pero parece que mi trabajo en los basurales los ha impresionado. Pero tengo que mudarme solo —no era del todo cierto lo que decía, pero no podía contarle ni que yo era desempleado ni la verdadera razón por la que me había salido el trabajo.
—¿Y Josh?
—No puedo llevármelo.
—O sea que se quedará aquí. No tengo mucho, no va a vivir bien.
—Vivirá mejor que como lo ha hecho conmigo.
—Jacob, ¿volverás? Le vas a agarrar el gusto a la paz. Acá sólo hay nada —pronunció las últimas palabras con tristeza, y las palabras, esos sonidos volátiles pero peligrosos, volvieron a temblar al salir de sus labios. Sus ojos miraron hacia la taza de té casi vacía, y allí se quedaron.
—Sí hay. Estás vos, está Marta, está Josh. No… yo voy a volver.
Albertina, manteniendo la mirada en la taza, dijo:
—¿Se lo dijiste?
—No.
—¿Se lo vas a decir?
—No.
—¿Y Marta?
—Tampoco.
—¿Por qué vas? ¿Realmente crees que vas a ganar dinero suficiente, que vas a poder comparte una casita y ganarte el derecho de vivir allá?
—Tengo que intentarlo. ¿Se lo podés decir a Josh cuando yo me vaya?
—Sí. Pero no sé si podré cuidarlo por mucho tiempo… —levantó la vista y me miró. No sé qué vi en sus ojos.
No dije más nada; sólo me levanté con calma y la saludé con un beso. Tenía que irme, no me podía quedar más tiempo, no debía. Miré hacia la mesa y vi la vela que seguía a medio derretir, apagada y sin vida, acompañada de dos tazas vacías y la tenue luz del foco que seguía iluminando, con miedo, la sala casi en penumbras. Desde detrás de las cortinas se veía el naranja de los fuegos, el susurro de llamaradas de calores y olor a madera quemada.
—Jacob… no estoy bien, estoy muriendo.
—Vas a estar bien. Siempre estuviste bien.
—¿Por qué te crees que gasté un saquito de té?
—Cuidalos por mí —intenté sonreírle.
—No tengo suficiente.
—Un amigo de confianza te va a traer las cosas de mi casa que te hagan falta. La cartilla de racionamiento y todo eso. El gobierno te va a dejar mi parte de la comida, ese es el trato. Tendré una tarjeta de crédito, con eso podremos ir todos a la ciudad. En poco tiempo.
Ella se quedó callada, volviendo a mirar hacia el interior de su taza. Luego se levantó y, sin decirme nada, me abrazó con las escasas fuerzas de las que disponía. Fue hasta la cocina y buscó un saquito de té sin usar, lo metió en una de sus clásicas bolsas de papel y me lo dio. Evitaba mirarme a los ojos. Se cerró bien su abrigo, para protegerse, seguramente, del frío aire de afuera.
—Me encantó el té, gracias.
—Cuidate. Y volvé dentro de poco. Antes de que…
El aroma a té parecía impregnar el aire, pero la fría brisa que entró por la puerta abierta apagó todo el calor y el dulzor. Las llamas doraban, con su calor y sus lenguas anaranjadas, mi visión periférica.
—Usá mi cartilla de racionamiento, no te olvides —le dije.
La luz, la eterna iluminación de la ciudad, se veía allá, a lo lejos.
En la niebla, conectados
Por Rodrigo Baudagna
Un momento antes, la ciudad bullía de alegría por las esperanzas que brindaban los viajes espaciales. Un momento después, la desilusión los invadió como una niebla espesa, cubrió sus frentes y se posó sobre ellos como un pesado manto que apagaba los fuegos ardientes y vivos. Sí, se encendieron otros fuegos, pero unos bien diferentes. Estos nuevos pudieron iluminar con sombras danzantes el muro que comenzó a partir la ciudad en dos, pero no fueron capaces de volver a despertar las ilusiones ya perdidas. El muro no era un muro, pero los de un lado recibieron algo del espacio. Los del otro… bueno, los del otro somos nosotros.
—Papá, ¿por qué salimos? Quiero volver a casa —dijo Josh, mi hijo, el pequeño regalo que Marta y yo alcanzamos a darnos. Estábamos caminando, al atardecer, por una calle oscura, en la que apenas parecía verse más allá de la silueta de las casas a nuestros lados y del resplandor de los fuegos encendidos allí donde dos o más personas llegaran a reunirse. Todo el resto era una espesa niebla amarronada. Ya hacía bastante que no volvía la electricidad, y el frío era, casi siempre, bastante desagradable. Sin embargo, mi hijo estaba ya acostumbrado al mundo hiperpoblado y a la vez vacío en el que vivía, y no se sentía para nada extraño en medio del caos. Era una pieza, como yo. Un cliente. Pero mi hijo no podía asimilar del todo la vacuidad en la que vivía, y por eso se asustaba. Sus ocho años, suficiente juventud para hacer de él un niño nacido en el “futuro-hoy” (así llamaban, en las publicidades, a la época de gloria de la humanidad en la que nos encontramos incluso ahora), deberían haber sido más que suficientes para enfrentarse solo al caos. Pero no lo eran.
—¡Papá!
—Josh, vamos a ver a mami. Tranquilo, no va a pasar nada. Esta gente no nos va a molestar.
—No quiero ver a mami. Yo quiero estar en casa. Acá hace frío y es feo.
—Si te portás bien te prometo que te voy a llevar a una nave espacial, como esas que muestran por la televisión —le dije. Y quizá sea eso lo único que en realidad tengamos los que estamos de este lado: frágiles esperanzas de cruzar el muro e ir hacia las estrellas. Sólo sueños despertándose tras el manto de desilusiones. Ciertamente, de este lado nunca vienen a buscar pasajeros para sus naves.
—Siempre decís lo mismo pero nunca me llevaste a una nave espacial. Y mami… mami está enferma y mala. Y la abuela siempre se queja de todo y me aburro en la casa de la abuela.
—Pero la abuela y mami te van a cuidar.
—Mami no hace nada.
Josh me tomaba la mano con delicadeza y con sus cortos pasos intentaba seguirme el ritmo. Pero yo no quería quedarme mucho tiempo en la calle. Las miradas de esa gente no me agradaban. No eran las de las personas de la televisión; no, en la televisión ellas siempre sonríen, con blancos y pulcros dientes, y hablan con palabras seguras denotando una confianza y una salud perfectas. En la televisión visten sus ropas limpias y nuevas, y sus trajes a la moda, y mencionan las miles de veces que las naves espaciales salen a colonizar algún planeta nuevo. Luego muestran las imágenes en las que hay columnas interminables de personas con sus equipajes en las manos subiendo lentamente hacia el interior de aquellas máquinas colosales, como si de agua de un río se tratara, con su lento fluir inconsciente, esperando, quizá, desembocar en algún mar de sueños cumplidos; mientras nosotros nos quedamos mirando siempre, a través de la sensopantalla, las ilusiones propias y las realidades de los otros.
Pero, a pesar de todo, teníamos que seguir.
Y seguíamos caminando, mi hijo y yo, por la calle oscurecida bañada de humo y polvo. El murmullo permanente de las calles sonaba ya casi imperceptible a mis oídos saturados, y mis ojos casi se acostumbraban a ver a los desamparados rodeando fogatas alimentadas de despojos, de muebles y combustible robado. La danza de las llamas era lo único que iluminaba el barrio en donde vivíamos, porque ni el sol ni las estrellas conseguían con sus puñales de luz cortar aquel manto de niebla y esmog. O quizá sólo era mi percepción alterada.
Ya me cansé de caminar, dijo Josh. Llegamos dentro de un rato, dije. Pero papá, me aburro. No quiero estar allá, agregó. Me tiraba de la mano como intentando hacerme retroceder, así que lo levanté del suelo y lo cargué sobre mis hombros. Estaba mucho más pesado que antes, aunque seguía delgado como todos los niños de este lado. Tenés que visitar a mami, ella te extraña. Pero si nunca me dice nada, respondió. Pero sé que te quiere mucho. Ahora te debe estar extrañando. No quiero ir, respondió. Caminé un poco más, cargando a mi hijo en mis hombros, tratando de evitar tropezar con las irregularidades de la calle de tierra. Aparte vos nunca ves a mi mamá, te quedas con la abuela o te vas y venís después de un rato, dijo Josh, reprochándome lo de siempre. No le respondí, sino que seguí caminando por la calle, una calle sin autos, sin árboles y sin vida. Sólo los fuegos danzantes a mi lado y las personas calentándose con ellos.
—Tengo sed, papá.
—En la casa de la abuela hay agua. ¿Te acordás que tiene agua mucho más rica? Siempre me decías eso.
—Sí, la abuela tiene agua más limpia que la de casa. Me gusta el agua limpia.
Siempre faltaba el agua, por lo que no era raro que Josh me dijera que tenía sed. Yo hacía lo posible para conseguir agua saludable, pero como él era un niño y yo, un hombre desempleado, los camiones distribuidores nos daban poca cantidad. Así que nos teníamos que conformar con el agua corriente, que no era muy potable que digamos. En realidad, desde la catástrofe de hace algunos años, de la canilla no dejó de salir esa agua de sabor raro. Pero en algunas partes de la ciudad, teniendo las cañerías en mejor estado o comprando buenos filtros, el agua salía bastante mejor.
También, creo yo, muchos problemas vinieron luego de la expansión por la galaxia, a pesar de las riquezas que habían traído los viajes espaciales. Traían riquezas, que (está de más decir) no eran para nosotros, pero se llevaban el agua y los alimentos hacia las estrellas. Sólo así podían sostener la colonización. Después se habían puesto a descontaminar el agua de los ríos o a desalinizar toneladas de agua de mar, pero sólo luego de miles de muertos por la escasez. Nos decían que el Estado nos iba a ayudar un poco, pero que, también, cada uno era responsable de su propia felicidad, que teníamos que trabajar y buscar una vida mejor en mejores zonas de las ciudades, pero se olvidaron de decirnos que había poco trabajo y que muchos no podían (o no querían, puede ser) estudiar ni trabajar.
Me distraje un poco, suelo hacerlo bastante seguido. Pero vuelvo ahora a lo que estaba diciendo, para que no se pierda el hilo del recuerdo.
—Mirá, Josh, ahí está la casa de mami —le dije. Ya habíamos caminado no sé cuánto, y por fin llegábamos.
—Ya sé, papi. Pero no quiero ir.
—Vas a tener que hacerlo, Josh. Así visitamos a la mami y a la abuela. ¿Y no tenías sed?
—Pero yo quiero estar en casa —pareció hablar con una voz triste, quizá hasta reprochadora.
—Ya te dije, tenemos que visitarlas. Ellas te extrañan, seguro.
—Si acá no hay nada. Nunca hay nada.
¿Cómo no maravillarme con la clarividencia de mi niño? Es capaz de reconocer a la nada mirándola cara a cara, algo que pocos eran capaces de hacer con tal sinceridad y acierto. No había nada, sólo ruinas, personas sin hogar y, en medio de la niebla, conectados. Había sido su barrio toda la vida y me reprochaba la ausencia que su barrio demostraba.
Conectados… La madre de Josh, Marta, es uno de ellos. Sí, descastada, relegada o excluida como todos los de su clase. Porque ser fruto de un programa cancelado por falta de resultados y falta de presupuesto parecía significar el aislamiento y la pobreza. Sin embargo, al principio no se aislaba, sino que intentaba mantener una vida cotidiana aceptable. No recuerdo dónde la conocí, pero me acuerdo claramente de su peculiar belleza, aunque ella parecía algo seca, se puede decir, debido a que desde esa época ya estaba conectada. Tener una computadora y una imperceptible antena en la cabeza no la hacía ajena al género humano, pero el saberse parte de un experimento y el reconocerse como una conectada, una carcasa de algunos recuerdos pero puras premisas lógicas y fríos cálculos, le hacía parecer antipática y perdida. No sé por qué me había gustado; pero, a pesar de nunca haberme enamorado de ella, por algo debe ser que engendramos un hijo. No era simple deseo. No, era algo más. Quizá ella había visto algo en mí y eso me había hecho sentir, aunque sea inconscientemente, deseado.
El proyecto, si bien sonaba muy prometedor, había fracasado porque los conectados no parecían humanos y no respondían de una manera adecuada a los estímulos externos; los objetivos básicos por los que fueron creados (el espionaje y la mejora de las funciones cognitivas) no llegaron a cumplirse. Habían cerrado el proyecto, pero las consecuencias negativas en los sujetos del experimento nunca se pudieron solucionar. Marta tuvo que aprender a vivir con eso.
¿Y en ese momento cómo estaba? Vacía como siempre, incapaz de reconocer a su hijo como más que fruto de combinaciones genéticas ocasionales cuya causa no era más que un acto sexual rápido y sin protección. Un polvo, nada más que eso, y todo se había ido a la mierda.
Pero allí, en el umbral de su casa, toqué la puerta con calma pero firmemente, dispuesto a esperar lo que fuere por ser atendido. A lo lejos, cerca de las casas vecinas, entre la niebla, se distinguían miradas desconfiadas y curiosas, siempre al acecho por si descubrían algún chisme que fuera digno de contar. La puerta chirrió y se abrió lentamente, mientras asomaba por la abertura una anciana sosteniendo una escopeta con manos temblorosas. Seguro se le va a escapar un tiro en cualquier momento, pensé. Aparté a mi hijo de la mirada asesina del arma y le dije a la anciana que no tuviera miedo, que soy Jacob, que vengo a ver a Marta, que necesito ayuda porque me salió un trabajo.
—¡Jacob! Y mi querido niñito. Hace mucho que no vienen por acá —la anciana bajó el arma y nos invitó a pasar haciéndose a un lado. A mis ojos llegó la imagen de una oscura sala, apenas iluminada por un foco de muy bajo consumo, las cortinas cubriendo cada ventana y la mesa vacía, vacía con sólo una vela apagada y medio derretida. Albertina era una de esas personas que tenían la gran suerte de tener una batería de combustible en su propia casa, y seguramente muchos habían intentado robarla, por eso la escopeta—. Perdoná el recibimiento, pero es que cada vez veo menos. Y hay que tener cuidado, que por acá roban mucho. Y no soporto la electricidad que no viene, más con este frío horrible.
—¿Cómo estás, Albertina? ¿Y Marta? —la anciana abuela parecía siempre estar sufriendo, quizá acosada por la soledad inconmensurable de la imposibilidad de salir de su casa. Sí, eso sí, siempre se ponía contenta cuando yo iba a verla.
Me senté en la silla que tenía más cerca, y Josh se sentó en otra cruzándose de brazos y sin decir nada. La casa, a mis ojos, tenía un aspecto lúgubre, como si la anciana y la mujer enferma que en ella vivían fueran tan sólo espectros en un hogar y un mundo sin vida. Apenas nos sentamos, Albertina se acercó a la cocina y se puso a hervir agua, sin siquiera preguntar qué deseábamos.
—Estoy bien, como siempre, querido. Martita está igual, pero se nota tan contenta cuando ve la televisión. Vos lo vieras… con esos ojitos de niña siempre atentos a las publicidades. Hay veces que de vez en cuando me habla, me cuenta sobre teorías de física, viajes en el tiempo y qué se yo.
—Oh, claro.
—¿Me das un poco de agua limpia, abuela?
—Sí, querido, ya te llevo. Andá a ver a mami, que está mirando tele —dijo Albertina desde la cocina.
—No quiero verla —me susurró confidencialmente, sin duda para evitar que su abuela lo oyera.
—Andá a verla, dale —le di un suave empujoncito, como para incitarlo a ir a ver a su madre, pero no se bajó de la silla.
—Está en el living. Allá, mirá, donde está la tele. Pero no se la apagues —dijo Albertina.
—Andá, Josh, así hablo con la abuela —dije, sin animarme a levantarme y ver a Marta. No podía mirarla y ver en lo que se había convertido, ver cómo esos malditos nanobots se habían infiltrado en su cerebro y habían anulado la mayor parte de sus funciones motrices. ¿Conectada? Y una mierda.
Josh, quizá como para quedar bien, o quizá por genuinos deseos de ver a su madre, se levantó de su silla y fue hacia donde su abuela le había indicado. Yo no sabía qué iría a hacer con Marta, pero lo más probable era que la acompañara mirando televisión con la esperanza de que le prestara un poco de atención. A veces, es verdad, cuando íbamos a visitarla le daba algunas caricias distraídas a nuestro hijo. U, otras veces, cuando yo todavía iba a verla, me sonreía como sabiendo quién estaba junto a ella e intentado mostrarse feliz por eso. Quizá con Josh hiciera lo mismo.
—¿De dónde conseguiste el té? —me asombré al ver que Albertina sacaba una pequeña caja verde, y tomaba de su interior dos saquitos oscuros para poner en dos recipientes y agregarle luego el agua hervida. El agua humeante de las tazas daba un aire de cálidas nubes a la oscurecida habitación, y la dotaba de una atmósfera extraña y embriagante con el aroma casi desconocido y olvidado por mi nariz. No recordaba que el té tuviera un aroma tan intenso.
—Hace años que no se ve té, ¿cierto? Lo tenía guardado de hace mucho. Por suerte que no se ha llenado de bichos.
Noté algo en su voz, quizá palabras temblorosas y frágiles. Asustadas por la pobreza alrededor, enfurecidas por la riqueza a lo lejos. O tal vez palabras alegres, bañadas de emoción, por nuestra visita.
—A veces mandan esas hojas molidas que bien puede ser pasto —comenté.
—¿Y cómo te está yendo a vos? Está difícil la cosa. Casi no hay trabajo de este lado de la ciudad, pero siempre se puede conseguir algo. Escuché que ahora hay más oportunidades con el servicio militar en las Fuerzas Internacionales —tomó las dos tazas con decididos brazos y me acercó una. Sediento, probé el algo ardiente brebaje, y en ese olor tan suave se me devolvía, fugazmente, la vida arrebatada hace años.
—Consigo unos billetes limpiando los basurales, pero no consigo el sueldo suficiente para que me den una tarjeta de crédito.
—Tomate tu té rápido, hace mejor estando caliente. Esperame que le llevo el agua al nene y me fijo cómo está Marta.
Esperé un rato hasta que viniera, mientras sorbía con lentitud esta bebida caliente de años perdidos. Quizá, sólo quizá, pensé, pueda recuperar lo que antes tuve si este trabajo me sale bien. Albertina volvió de la otra sala con sus característicos pasos lentos y meticulosos, aunque me parecía a mí que se forzaba a aparentar mucho más salud de la que en realidad tenía. ¿Y Martita? ¿No toma té?, pregunté, cuando Albertina volvió a sentarse en la mesa. Ella me sonrió mientras bebía de su taza, pero en sus ojos alcancé a ver más tristeza de la que sus labios mostraban. Esos ojos de párpados arrugados y leves ojeras, que me miraban como queriéndome decir algo más de lo que yo estaba escuchando. No sé por qué, pero siempre prestaba atención a los ojos de las personas. Ahora no tanto.
—Sólo come por intravenosa, ya te había dicho… ¿Y te conté que ayer me habló? ¿No? Me dijo: “Un poco más, necesito…” y no entendí lo otro, entonces yo le pregunté qué necesitaba y me dijo: “navegar”, o algo así. ¿Navegar? Por el espacio será, pero ella nunca fue al espacio aunque seguro que le debe dar mucha curiosidad. Y por eso le pongo los programas del canal siete, que siempre pasa videos de naves espaciales y qué se yo.
—Creo que se refería a navegar en internet. Porque no puede porque desactivaron el chip conector.
—Ah. Nunca entendí de esas cosas.
—Ella me contó cuando vivía todavía conmigo.
—¿Por qué no te quedaste con ella, Jacob? A lo mejor ella hubiera estado mejor con vos y el nene.
No creo. Además, yo no iba a tener tiempo para cuidarla, dije, tratando de parecer indiferente frente a palabras que no me lo eran. Podríamos haber vivido todos juntos, dijo. Bebía despacio su té, como si no quisiera terminarlo hasta la llegada del próximo camión de suministros. Sí, podríamos. Pero las cosas no se dieron así, dije.
—¿Por qué viniste? —me preguntó, al cabo de un rato.
Yo trataba de tomar rápido el té, así podía darme más fuerza, más ánimos para comunicarle mi decisión inalterable. Una decisión atravesada de vagas esperanzas, pero también una oportunidad que brindaba el gobierno.
—Albertina… Conseguí un trabajo en el otro lado de la ciudad. No es mucho, pero parece que mi trabajo en los basurales los ha impresionado. Pero tengo que mudarme solo —no era del todo cierto lo que decía, pero no podía contarle ni que yo era desempleado ni la verdadera razón por la que me había salido el trabajo.
—¿Y Josh?
—No puedo llevármelo.
—O sea que se quedará aquí. No tengo mucho, no va a vivir bien.
—Vivirá mejor que como lo ha hecho conmigo.
—Jacob, ¿volverás? Le vas a agarrar el gusto a la paz. Acá sólo hay nada —pronunció las últimas palabras con tristeza, y las palabras, esos sonidos volátiles pero peligrosos, volvieron a temblar al salir de sus labios. Sus ojos miraron hacia la taza de té casi vacía, y allí se quedaron.
—Sí hay. Estás vos, está Marta, está Josh. No… yo voy a volver.
Albertina, manteniendo la mirada en la taza, dijo:
—¿Se lo dijiste?
—No.
—¿Se lo vas a decir?
—No.
—¿Y Marta?
—Tampoco.
—¿Por qué vas? ¿Realmente crees que vas a ganar dinero suficiente, que vas a poder comparte una casita y ganarte el derecho de vivir allá?
—Tengo que intentarlo. ¿Se lo podés decir a Josh cuando yo me vaya?
—Sí. Pero no sé si podré cuidarlo por mucho tiempo… —levantó la vista y me miró. No sé qué vi en sus ojos.
No dije más nada; sólo me levanté con calma y la saludé con un beso. Tenía que irme, no me podía quedar más tiempo, no debía. Miré hacia la mesa y vi la vela que seguía a medio derretir, apagada y sin vida, acompañada de dos tazas vacías y la tenue luz del foco que seguía iluminando, con miedo, la sala casi en penumbras. Desde detrás de las cortinas se veía el naranja de los fuegos, el susurro de llamaradas de calores y olor a madera quemada.
—Jacob… no estoy bien, estoy muriendo.
—Vas a estar bien. Siempre estuviste bien.
—¿Por qué te crees que gasté un saquito de té?
—Cuidalos por mí —intenté sonreírle.
—No tengo suficiente.
—Un amigo de confianza te va a traer las cosas de mi casa que te hagan falta. La cartilla de racionamiento y todo eso. El gobierno te va a dejar mi parte de la comida, ese es el trato. Tendré una tarjeta de crédito, con eso podremos ir todos a la ciudad. En poco tiempo.
Ella se quedó callada, volviendo a mirar hacia el interior de su taza. Luego se levantó y, sin decirme nada, me abrazó con las escasas fuerzas de las que disponía. Fue hasta la cocina y buscó un saquito de té sin usar, lo metió en una de sus clásicas bolsas de papel y me lo dio. Evitaba mirarme a los ojos. Se cerró bien su abrigo, para protegerse, seguramente, del frío aire de afuera.
—Me encantó el té, gracias.
—Cuidate. Y volvé dentro de poco. Antes de que…
El aroma a té parecía impregnar el aire, pero la fría brisa que entró por la puerta abierta apagó todo el calor y el dulzor. Las llamas doraban, con su calor y sus lenguas anaranjadas, mi visión periférica.
—Usá mi cartilla de racionamiento, no te olvides —le dije.
La luz, la eterna iluminación de la ciudad, se veía allá, a lo lejos.