Blasero1
22-Aug-2013, 05:38
Me llamo… ¿a quién le importa?, y voy a contar parte de mi curiosa vida. Realmente empieza un invierno del año 2099 terrestre, cuando recién cumplidos los dieciséis años, declarada la mayoría de edad, dejé de ser responsabilidad del orfanato gubernamental y gracias al trabajo concertado pude independizarme. Dos años después de incorporarme a la sociedad, mi situación económica seguía siendo penosa, exactamente igual a la del resto de la población obrera. Era afortunado, ya que podía pagar un cochambroso apartamento, lejos de las miserables chabolas del cinturón metropolitano, pues la simple idea de vivir allí me puso los pelos de punta. Las viviendas de clase media, crecieron en torno a la Villa de Madrid. En un primer momento como municipios dormitorios y unidos, absorbieron todo al paso, desde polígonos industriales a redes de carreteras, ocupando una grandiosa extensión. Existía mejor suerte soñada por cualquier persona, las Ciudadelas; comunidades dotadas de gigantescas cubiertas transparentes que protegían de la extrema delincuencia, perenne polución ambiental y rayos ultravioletas, principal causa de mortalidad en la actualidad. Ubicadas en zonas privilegiadas de la península ibérica, distantes de las Metrópolis masificadas, abarcaban amplias zonas verdes con lujosas edificaciones y disponían de todo tipo de servicios. En dichos complejos, los autómatas depuradores de atmósfera establecían las condiciones climatológicas naturales de las estaciones del año. Para ser ciudadano, debías cumplir unos requisitos por Ley o Herencia que en mi caso nunca tendría y si lo intentara ilegalmente no sería el primer desaparecido en las cloacas militarizadas.
Trabajaba en una fábrica montando electrodomésticos en cadena y el sueldo apenas daba para pagar recibos; agua embotellada o pastillas alimenticias con sabor a plástico, ya que la comida de verdad estaba fuera de mis posibilidades, así como el alquiler del ruinoso apartamento céntrico. Ahora me viene a la memoria un desafortunado incidente... la maldita batidora... que por descuido, se me cayó de la mesa de trabajo. La recogí recibiendo insultos e improperios a través del audio, tan soeces que no pienso repetirlos, al mismo tiempo que la boca de Led parpadeaba y los ojos y las cejas luminiscentes permanecían enarcados: “¡Ten más cuidado, mugroso!“ Recriminaba, cuando daba puntos de soldadura en los circuitos de la placa impresa “¡Pero que inútil eres, aquí dejan trabajar a cualquiera!” Chillaba, al ajustar la carcasa “¡Que valgo más que tú, que soy de diseño!” Cuando atornillaba la cuchilla, se puso en marcha y me cortó el dedo pulgar de cuajo. Con el rostro salpicado de sangre me apresuré a recogerlo del suelo mientras escuchaba por lo bajo las risas del electrodoméstico. Gracias a la nanotecnología del botiquín médico, yo mismo esterilicé y pude unir la parte seccionada, aunque no evitar la fea cicatriz de sutura, ni que el dedo quedara torcido pero funcional. Aquel mes pasé hambre, pues buena parte del sueldo lo había gastado en un capricho fuera de mis posibilidades. Así, en la intimidad del hogar, desenvolví mi regalo encima de la mesa. Antes de apretar el botón de encendido, tapé la salida del altavoz con esparadrapo y cinta carrocero alrededor, también desmonté la hélice, por si las moscas. Si... al mirarme la maldita batidora, ahí estaba yo... con el martillo en la mano.
Cada mañana, puesta la capucha con visera, máscara que integraba el depurador de oxígeno y gafas protectoras de cristal líquido, a través de cual visualizaba y escuchaba los noticiarios mañaneros, caminaba a paso ligero hacia la estación. Recorría la antesala junto a la muchedumbre, rociado por chorros de vapor a presión que limpiaban los trajes. Filtrándose el agua contaminada por rendijas del suelo y posteriormente secados por aire caliente, salía por el andén techado. Una vez en la cafetería, me quitaba la capucha y ojeaba un periódico mientras desayunaba, por supuesto café con porra, uno de los caprichos al que nunca renuncié, a la espera del tren electromagnético. El trabajo era pura monotonía, a menudo rota por los gritos del encargado cuando despedía a alguien. Terminada la jornada, volvía a casa a altas horas de la noche, disponiendo del transporte público para mí sólo.
Tras esterilizar el traje en una antesala comunitaria del edificio, subía las escaleras hasta la planta veinticinco. No por realizar ejercicio, el alto endeudamiento del bloque a causa de los morosos impedía arreglar el ascensor. En mi apartamento, colgaba la vestimenta en el armario estanco, ponía ropa cómoda y cenaba pastillas multicolores viendo la televisión, no porque hubiera algo interesante, sino por costumbre. Después, tumbado en la cama junto a la ventana iluminada por las luces de neón del anuncio sujeto en la fachada, escuchaba la radio para saber de la actualidad internacional. Finalmente leía algún libro de papel, comprado en el rastrillo, hasta conciliar el sueño.
Una noche de navidad, cenaba sólo frente a la televisión en mi reducido habitáculo y por primera vez, un anuncio acaparó toda mi atención. La empresa SONIT publicitaba convocatorias en busca de pilotos espaciales. Para ello no se requerían estudios, circunstancias sociales, sexuales o políticas, simplemente sobrevivir a los laboratorios privados, compensado por la fuerte suma económica. Y como nada me ataba, a la mañana siguiente decidí probar fortuna.
Han pasado tantos años desde entonces, que nadie me reconocería. Las investigaciones en los laboratorios me hicieron perder tanto el cabello como el bello corporal. La piel adquirió un tono pálido, resaltando las venas oscurecidas y los labios morados. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de los niños que me visitaban eran mis ojos, uno azul y otro violeta intenso. En su día, yo también fui uno de los huérfanos acogidos por el centro religioso “Santa María”. Recuerdo los sermones diarios por la salvación de nuestra alma y el mundo... Doné mi nómina a dicha fundación, pagando una buena educación y sanidad privada a la única visita o familia que llegué a tener. Disfrutaba del asombro de los niños cuando preguntaban por mis ojos. Asimismo leía el pensamiento de los adultos y eché más de una charla al descubrir ciertas cosas. Ésta capacidad, cualidad o efecto secundario, la adquirí gracias al proyecto médico que supuestamente, debía desarrollar la sinapsis y emitir ondas cerebrales. Según la directriz empresarial, pilotaría el crucero estelar “Carmen“, cuyo motor experimental alcanzaba la velocidad de la luz, y lo tripularía mediante ondas mentales sincronizadas con la computadora de abordo, afortunadamente programada con personalidad femenina para facilitar nuestra convivencia.
El día del lanzamiento, del año 2120, los auxiliares me guiaron a la sala de prensa. Posé junto al señor Director, rodeado por ejecutivos trajeados y engominados, a la vez que respondían a las cuestiones de los periodistas, guardé silencio puesto que la cláusula de mi contrato vetaba tal derecho. Finalizada la entrevista, me llevaron a otra sala y allí me puse la bata blanca. Los auxiliares me acompañaron al ascensor de la torre del hangar, dónde esperaba el equipo médico. Salvada la altura, caminamos por el puente grúa, sobre el fuselaje del crucero estelar, y llegamos hasta la Cápsula Biomecánica de Pilotaje. Desnudo y sentado en ésta, observé el gigantesco ingenio espacial que gobernaría, soltando fuertes carcajadas nerviosas, me tumbé sin poder reprimir los temblores.
Sedado y drogado, durante horas los médicos me intervinieron quirúrgicamente, aunque en realidad utilizaron instrumental robotizado de precisión, desde un teclado monitorizado. Conectados los órganos esenciales para la vida cerebral al autómata de soporte vital, desapareció gran parte de mi cuerpo, concluyendo con éxito el primer paso; unirme a la máquina. Estabilizadas las constantes vitales, un anillo apresó el cráneo practicando incisiones que conectaron la masa encefálica al sistema de sincronización, terminando así la segunda fase; voluntad y cibernética. Seguí cómo pude las indicaciones del cirujano jefe e hice fluir las ondas mentales para iniciar los enlaces informáticos, a la par que los ayudantes untaron la sustancia pringosa en lo que quedaba del torso, la cápsula, más parecida a un ataúd que otra cosa, se inundó hasta casi rebosar. Inmerso en el líquido, vislumbré siluetas de personas difuminadas alrededor que sosteniendo lámparas ultravioletas solidificaron el fluido. Finalizada con éxito la operación, los médicos se marcharon entre alabanzas y aplausos mutuos, acompañados por el resto de auxiliares con el material hacia el ascensor. Un brazo mecánico capturó entonces mi habitáculo y articulado se situó en la antena del morro, encajando suavemente los filamentos cristalinos en las conexiones del crucero estelar, cual cartucho se tratara. La tozudez a cerrar los ojos me propició una dolorosa ceguera. Aterrorizado, se agolparon los recuerdos, repentinamente quise recuperar la vida que tanto hube despreciado. Gritaba en silencio y la ansiedad, se tornó en delirio. En aquel momento la computadora de a bordo, Carmen, al registrar el impacto psicológico se hizo cargo de la situación, encendiendo los impulsores secundarios y recibidos los pertinentes permisos de vuelos, saltaron los anclajes de seguridad del crucero estelar. Al mismo tiempo que la nave despegaba en vertical rodeada por los medios de comunicación, se abrieron las compuertas del techo corredizo, y la voz femenina me habló, intentando tranquilizarme, sin conseguirlo. Así, tomó la decisión de procesar mis archivos del recuerdo y convertirme en un holograma sobre el fuselaje. A pesar de ser un reflejo digital, ver mis manos y piernas cuando atravesé la atmósfera, me relajó. La I.A alcanzó una órbita estacionaria a la tierra. Trazando las coordenadas de los mapas estelares, optimizaba los sistemas de navegación y mí cápsula de pilotaje para que la materia orgánica se conservara durante el máximo tiempo posible. En la cuenta atrás de encendido del Motor principal, me fueron transferidas el resto de las gestiones y de ese modo, las numerosas cámaras y telescopios del fuselaje, se convirtieron en mis ojos. Las antenas, en mis oídos. Los Sensores, en mi cuerpo. Los androides de la sección de mantenimiento y brazos robots, en mis manos. La propulsión en mis piernas y "ella", en mi corazón. A punto de concluir la secuencia de ignición y partir a lo desconocido, tomé el control.
Cuaderno de bitácora, año 2320 de la era terrestre. Es una mañana calurosa de verano. Comparto toalla con Carmen, mi pareja sentimental, tumbados a la sombra de los árboles perdidos en la cala solitaria. Acariciados por la suave brisa y rugir de las olas, apoyo la cabeza en su pecho. Tras darle un sonoro beso en la mejilla, he solicitado ser llevado de vuelta a la nave y mientras me acaricia el rostro, todo desaparece, dando paso a las estrellas. ¡Soy una momia, embalsamada en un Sarcófago transparente! Convertido en un holograma de aspecto juvenil, permanezco sentado junto al cartucho de pilotaje. Bajo los destellos galácticos, escribo un diario que tampoco existe, sólo es realidad virtual en mis manos irreales y observo los restos del humano, decrépito, conectado a infinidad de cables luminiscentes, surcando el firmamento a un destino incierto… Gracias al apoyo incondicional de mi cónyuge en el mundo imaginario del subconsciente, a estas alturas, no me he vuelto loco. Según el registro de abordo, el Motor mantiene la velocidad luz de crucero sin problemas. He superado los confines conocidos y la propia naturaleza humana. Fue increíble todo lo visto. Carmen me explicó los fenómenos que pudo y otros, la gran mayoría, estuvieron fuera de nuestro conocimiento. Inmerso en la magnificencia del eterno vacío, voy rumbo a la galaxia más cercana, en busca de nuevos planetas propicios para la vida humana. Me alumbra como un faro, que nunca alcanzo.
Trabajaba en una fábrica montando electrodomésticos en cadena y el sueldo apenas daba para pagar recibos; agua embotellada o pastillas alimenticias con sabor a plástico, ya que la comida de verdad estaba fuera de mis posibilidades, así como el alquiler del ruinoso apartamento céntrico. Ahora me viene a la memoria un desafortunado incidente... la maldita batidora... que por descuido, se me cayó de la mesa de trabajo. La recogí recibiendo insultos e improperios a través del audio, tan soeces que no pienso repetirlos, al mismo tiempo que la boca de Led parpadeaba y los ojos y las cejas luminiscentes permanecían enarcados: “¡Ten más cuidado, mugroso!“ Recriminaba, cuando daba puntos de soldadura en los circuitos de la placa impresa “¡Pero que inútil eres, aquí dejan trabajar a cualquiera!” Chillaba, al ajustar la carcasa “¡Que valgo más que tú, que soy de diseño!” Cuando atornillaba la cuchilla, se puso en marcha y me cortó el dedo pulgar de cuajo. Con el rostro salpicado de sangre me apresuré a recogerlo del suelo mientras escuchaba por lo bajo las risas del electrodoméstico. Gracias a la nanotecnología del botiquín médico, yo mismo esterilicé y pude unir la parte seccionada, aunque no evitar la fea cicatriz de sutura, ni que el dedo quedara torcido pero funcional. Aquel mes pasé hambre, pues buena parte del sueldo lo había gastado en un capricho fuera de mis posibilidades. Así, en la intimidad del hogar, desenvolví mi regalo encima de la mesa. Antes de apretar el botón de encendido, tapé la salida del altavoz con esparadrapo y cinta carrocero alrededor, también desmonté la hélice, por si las moscas. Si... al mirarme la maldita batidora, ahí estaba yo... con el martillo en la mano.
Cada mañana, puesta la capucha con visera, máscara que integraba el depurador de oxígeno y gafas protectoras de cristal líquido, a través de cual visualizaba y escuchaba los noticiarios mañaneros, caminaba a paso ligero hacia la estación. Recorría la antesala junto a la muchedumbre, rociado por chorros de vapor a presión que limpiaban los trajes. Filtrándose el agua contaminada por rendijas del suelo y posteriormente secados por aire caliente, salía por el andén techado. Una vez en la cafetería, me quitaba la capucha y ojeaba un periódico mientras desayunaba, por supuesto café con porra, uno de los caprichos al que nunca renuncié, a la espera del tren electromagnético. El trabajo era pura monotonía, a menudo rota por los gritos del encargado cuando despedía a alguien. Terminada la jornada, volvía a casa a altas horas de la noche, disponiendo del transporte público para mí sólo.
Tras esterilizar el traje en una antesala comunitaria del edificio, subía las escaleras hasta la planta veinticinco. No por realizar ejercicio, el alto endeudamiento del bloque a causa de los morosos impedía arreglar el ascensor. En mi apartamento, colgaba la vestimenta en el armario estanco, ponía ropa cómoda y cenaba pastillas multicolores viendo la televisión, no porque hubiera algo interesante, sino por costumbre. Después, tumbado en la cama junto a la ventana iluminada por las luces de neón del anuncio sujeto en la fachada, escuchaba la radio para saber de la actualidad internacional. Finalmente leía algún libro de papel, comprado en el rastrillo, hasta conciliar el sueño.
Una noche de navidad, cenaba sólo frente a la televisión en mi reducido habitáculo y por primera vez, un anuncio acaparó toda mi atención. La empresa SONIT publicitaba convocatorias en busca de pilotos espaciales. Para ello no se requerían estudios, circunstancias sociales, sexuales o políticas, simplemente sobrevivir a los laboratorios privados, compensado por la fuerte suma económica. Y como nada me ataba, a la mañana siguiente decidí probar fortuna.
Han pasado tantos años desde entonces, que nadie me reconocería. Las investigaciones en los laboratorios me hicieron perder tanto el cabello como el bello corporal. La piel adquirió un tono pálido, resaltando las venas oscurecidas y los labios morados. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de los niños que me visitaban eran mis ojos, uno azul y otro violeta intenso. En su día, yo también fui uno de los huérfanos acogidos por el centro religioso “Santa María”. Recuerdo los sermones diarios por la salvación de nuestra alma y el mundo... Doné mi nómina a dicha fundación, pagando una buena educación y sanidad privada a la única visita o familia que llegué a tener. Disfrutaba del asombro de los niños cuando preguntaban por mis ojos. Asimismo leía el pensamiento de los adultos y eché más de una charla al descubrir ciertas cosas. Ésta capacidad, cualidad o efecto secundario, la adquirí gracias al proyecto médico que supuestamente, debía desarrollar la sinapsis y emitir ondas cerebrales. Según la directriz empresarial, pilotaría el crucero estelar “Carmen“, cuyo motor experimental alcanzaba la velocidad de la luz, y lo tripularía mediante ondas mentales sincronizadas con la computadora de abordo, afortunadamente programada con personalidad femenina para facilitar nuestra convivencia.
El día del lanzamiento, del año 2120, los auxiliares me guiaron a la sala de prensa. Posé junto al señor Director, rodeado por ejecutivos trajeados y engominados, a la vez que respondían a las cuestiones de los periodistas, guardé silencio puesto que la cláusula de mi contrato vetaba tal derecho. Finalizada la entrevista, me llevaron a otra sala y allí me puse la bata blanca. Los auxiliares me acompañaron al ascensor de la torre del hangar, dónde esperaba el equipo médico. Salvada la altura, caminamos por el puente grúa, sobre el fuselaje del crucero estelar, y llegamos hasta la Cápsula Biomecánica de Pilotaje. Desnudo y sentado en ésta, observé el gigantesco ingenio espacial que gobernaría, soltando fuertes carcajadas nerviosas, me tumbé sin poder reprimir los temblores.
Sedado y drogado, durante horas los médicos me intervinieron quirúrgicamente, aunque en realidad utilizaron instrumental robotizado de precisión, desde un teclado monitorizado. Conectados los órganos esenciales para la vida cerebral al autómata de soporte vital, desapareció gran parte de mi cuerpo, concluyendo con éxito el primer paso; unirme a la máquina. Estabilizadas las constantes vitales, un anillo apresó el cráneo practicando incisiones que conectaron la masa encefálica al sistema de sincronización, terminando así la segunda fase; voluntad y cibernética. Seguí cómo pude las indicaciones del cirujano jefe e hice fluir las ondas mentales para iniciar los enlaces informáticos, a la par que los ayudantes untaron la sustancia pringosa en lo que quedaba del torso, la cápsula, más parecida a un ataúd que otra cosa, se inundó hasta casi rebosar. Inmerso en el líquido, vislumbré siluetas de personas difuminadas alrededor que sosteniendo lámparas ultravioletas solidificaron el fluido. Finalizada con éxito la operación, los médicos se marcharon entre alabanzas y aplausos mutuos, acompañados por el resto de auxiliares con el material hacia el ascensor. Un brazo mecánico capturó entonces mi habitáculo y articulado se situó en la antena del morro, encajando suavemente los filamentos cristalinos en las conexiones del crucero estelar, cual cartucho se tratara. La tozudez a cerrar los ojos me propició una dolorosa ceguera. Aterrorizado, se agolparon los recuerdos, repentinamente quise recuperar la vida que tanto hube despreciado. Gritaba en silencio y la ansiedad, se tornó en delirio. En aquel momento la computadora de a bordo, Carmen, al registrar el impacto psicológico se hizo cargo de la situación, encendiendo los impulsores secundarios y recibidos los pertinentes permisos de vuelos, saltaron los anclajes de seguridad del crucero estelar. Al mismo tiempo que la nave despegaba en vertical rodeada por los medios de comunicación, se abrieron las compuertas del techo corredizo, y la voz femenina me habló, intentando tranquilizarme, sin conseguirlo. Así, tomó la decisión de procesar mis archivos del recuerdo y convertirme en un holograma sobre el fuselaje. A pesar de ser un reflejo digital, ver mis manos y piernas cuando atravesé la atmósfera, me relajó. La I.A alcanzó una órbita estacionaria a la tierra. Trazando las coordenadas de los mapas estelares, optimizaba los sistemas de navegación y mí cápsula de pilotaje para que la materia orgánica se conservara durante el máximo tiempo posible. En la cuenta atrás de encendido del Motor principal, me fueron transferidas el resto de las gestiones y de ese modo, las numerosas cámaras y telescopios del fuselaje, se convirtieron en mis ojos. Las antenas, en mis oídos. Los Sensores, en mi cuerpo. Los androides de la sección de mantenimiento y brazos robots, en mis manos. La propulsión en mis piernas y "ella", en mi corazón. A punto de concluir la secuencia de ignición y partir a lo desconocido, tomé el control.
Cuaderno de bitácora, año 2320 de la era terrestre. Es una mañana calurosa de verano. Comparto toalla con Carmen, mi pareja sentimental, tumbados a la sombra de los árboles perdidos en la cala solitaria. Acariciados por la suave brisa y rugir de las olas, apoyo la cabeza en su pecho. Tras darle un sonoro beso en la mejilla, he solicitado ser llevado de vuelta a la nave y mientras me acaricia el rostro, todo desaparece, dando paso a las estrellas. ¡Soy una momia, embalsamada en un Sarcófago transparente! Convertido en un holograma de aspecto juvenil, permanezco sentado junto al cartucho de pilotaje. Bajo los destellos galácticos, escribo un diario que tampoco existe, sólo es realidad virtual en mis manos irreales y observo los restos del humano, decrépito, conectado a infinidad de cables luminiscentes, surcando el firmamento a un destino incierto… Gracias al apoyo incondicional de mi cónyuge en el mundo imaginario del subconsciente, a estas alturas, no me he vuelto loco. Según el registro de abordo, el Motor mantiene la velocidad luz de crucero sin problemas. He superado los confines conocidos y la propia naturaleza humana. Fue increíble todo lo visto. Carmen me explicó los fenómenos que pudo y otros, la gran mayoría, estuvieron fuera de nuestro conocimiento. Inmerso en la magnificencia del eterno vacío, voy rumbo a la galaxia más cercana, en busca de nuevos planetas propicios para la vida humana. Me alumbra como un faro, que nunca alcanzo.