Fernando Jiménez
25-May-2013, 18:14
El renacer de los Homo Sapiens Perpetuus.(Cuento)
El planeta Tierra dejó de ser la estrella azul que fue hace cuatro mil millones de años. Ahora era de color rojo y amarillo como el fuego, con enormes manchas verdes creadas por las áreas continentales. Los mares no existían. En su lugar, corrientes de lava ardiente se movían permanentemente entre los continentes, formando ríos y lagos de magma que rodeaban todo el planeta.
Sin embargo, la humanidad había sobrevivido. La vida proliferaba en todos los lugares donde existiese tierra firme, las ciudades estaban enclavadas en medio de las selvas de árboles de burbujas, conviviendo con su vegetación exuberante.
La Universidad de Brasilia era una gran pirámide escalonada, llena de jardines sembrados en sus mesetas. Las ramas de los árboles se extendían como enredaderas por todo el edificio, entraban a las aulas por las ventanas y los respiraderos redondos, subiendo por las paredes, refrescando el ambiente, humedeciendo las superficies. Sus ramos de frutas eran como burbujas transparentes, llenas de agua, rodeada de hojas anchas e intensamente verdes. Eran molestas cuando abarrotaban el lugar, pero la gente las soportaba por sus beneficios, limpiaban el aire lleno de cenizas y lo hacían respirable, liberándolo de sus cargas letales de vapores venenosos.
En ocasiones, los estudiantes se quejaban de que las ramas y frutos colgaban sobre sus cabezas dentro de las aulas. Muchas veces debían podarlas ellos mismos, porque el personal encargado para esas tareas había sido destinado al fomento de nuevos continentes. A ese precio, la humanidad crecía en la medida que se cultivaban las tierras áridas y estas se hacían habitables. Las familias emigraban por cientos de miles a las nuevas ciudades y faltaba la mano de obra para las tareas más simples, carecían además de los recursos para construir las maquinas y los robots suficientes que hiciesen el trabajo por ellos.
Aóna y Melo cortaban las ramas que colmaban su aula de la Universidad. Eran una pareja de estudiantes de quinto año. La ágil muchacha trepaba por la enredadera hasta el techo abovedado y con un machete de plasma le daba tajos precisos. Manejaba la peligrosa herramienta como un hombre. Melo recogía y apartaba las ramas que caían sobre los muebles y en el suelo. Otra docena de estudiantes los acompañaban en ese trabajo.
Al cabo de un rato el aula circular quedó limpia y volvió a verse en toda su amplitud. Los rayos del sol penetraron por las claraboyas de colores iluminando todo el lugar.
Los estudiantes se sentaron en sus mesas con los libros abiertos, de estos salían imágenes holográficas, letras y sonidos en frecuencias solo escuchadas por sus dueños.
El profesor entró al aula, subió a la plataforma central y encendió la pantalla tridimensional. Sobre su cabeza flotó un plano gigantesco de toda la ciudad y su periferia. Esta última, estaba dividida en cuadrículas y cada una tenía un símbolo de identificación. El profesor se dirigió a todos los alumnos:
—Por favor, anoten su ubicación en el mapa, le dedicaremos el resto del día a un trabajo de campo, sembraremos árboles de burbujas en la periferia, vamos a continuar extendiendo la ciudad, ¿Alguien quiere proponer algo?
Los estudiantes respondieron con silencio.
—Bien, trabajarán con sus parejas de siempre, dentro de una hora un vehículo los recogerá en el parque…, disfruten su día de campo, pueden retirarse —concluyó él.
Los estudiantes salieron de la Universidad. Bajaron su alta escalinata hasta la acera. Cruzando la calle se encontraba el parque. Este era llano, grande y redondo, con una fuente en medio, vertiendo agua reciclada en amplios ramilletes. Los árboles de burbujas y jardines de flores exóticas formaban varios anillos concéntricos, entre muchos bancos de madera y varias glorietas. La gente descansaba en ellos o paseaba por los anchos caminos enlozados.
Aóna y Melo se sentaron sobre las raíces de un árbol. A unos pasos de ellos una niña daba de comer a un grupo de palomas álgidas, que batiendo sus alas traslúcidas de insecto revoloteaban por entre los árboles. La iglesia en el otro extremo del parque, blandía las campanas de acero, transparentes como un cristal.
Melo puso entre las manos de su amada una bella flor de agua que traía escondida bajo la camisa. Ella mordió delicadamente un pétalo y bebió del interior el dulce néctar, después besó los labios del joven. Él la atrajo hacia si y la besó de nuevo. Por un instante se fueron del mundo. Cuando regresaron, los dos miraron de reojo hacia el banco de madera vecino, donde otra pareja de enamorados se leían versos, abstraídos en su propio cosmos distante. Aóna y Melo sonrieron despreocupados y felices.
La Canoa volante sonó la sirenilla llamando a los estudiantes. Cada cual tomó su pesada mochila y la cargaron sobre su espalda. Los dos anduvieron a prisa para coger los primeros puestos.
El vehículo se levantó en el aire, a unos centímetros del suelo, y partió silencioso por la ancha avenida que se extendía entre el parque y la escalinata de la Universidad. Se detuvo en la esquina, para ceder el paso a una maestra que conducía un grupo de niños hacia un huerto colindante.
Aóna pasó la mirada por la acera y la interrumpió sobre un hombre, que de pie tocaba un organillo de color rojo y azul. Su música sonaba melodiosa y alegre. La muchacha le miró al rostro y le sonrió, en respuesta, este inclinó la cabeza a la vez que levantaba su sombrero de plumas traslúcidas.
La canoa continuó por la avenida que se prolongaba recta hasta salir de la ciudad. En el límite de sus fronteras se elevó por encima de las copas de los árboles y sobrevoló la selva. Esta era como un mar verde colmado de burbujas transparentes, que se extendía hasta un horizonte rojo por las llamas. Llegaron a la periferia de la ciudad una hora después. La canoa bajó y dejó la primera pareja. Coincidió que eran Aóna y Melo. Estos pusieron pie en tierra y se quitaron de la espalda sus mochilas.
Estaban parados en un llano donde terminaba la selva, una franja árida de roca volcánica, dura y fría, llena de grietas abiertas por las raíces de los árboles cercanos. A un centenar de metros más allá terminaba la tierra firme, la lava burbujeante se extendía formando un lago inmenso hasta la próxima ciudad selvática que se veía a lo lejos, sobre el horizonte, levantándose como una línea verde sobre el magma líquido.
Los jóvenes volcaron el contenido de sus mochilas sobre el suelo rocoso. Eran semillas de árboles de burbujas, unas vainas cónicas de veinte centímetros de tamaño. Estas no eran naturales, habían sido elaboradas industrialmente. Estaban compuestas por un órgano celular de origen animal con complementos electrónicos, combinados a su vez con células vegetales. El híbrido biónico, formaba el árbol de burbuja en su última etapa de crecimiento. Pero inicialmente, eran como gusanos encerrados dentro de esa vaina de huesos anillados, resistente a las altas temperaturas.
Comenzaron la ardua tarea de sembrarlas a una distancia prudencial una de otras, introduciéndolas lo más que podían en lo profundo de las grietas, abiertas a todo lo largo de la costa.
Estas semillas comenzarían a nacer con los primeros vapores de agua que captaran. Al cabo de unos meses serían altos y frondosos árboles, con las ramas extendidas y llenas de ramos de burbujas de agua. En el interior de la tierra las raíces se unirían a las de los árboles vecinos y formarían una sólida y ramificada estructura que enfriaría lentamente la tierra, endureciendo las corrientes de lava más próxima. De esa manera, la selva crecería, formando islas de tierra firme y junto con ella, lo harían las ciudades habitables para la humanidad.
Los jóvenes trabajaron durante horas. Caminaron kilómetros por el borde de la costa, cuidando de no acercarse demasiado al inmenso lago de lava ardiente que burbujeaba amenazante. Se sentaron exhaustos sobre el lecho de rocas. Contemplaron en la distancia su sembradío. De las grietas donde se encontraban diseminadas las simientes, se elevaban serpenteando columnas de humo de color azul, señal de que comenzaban a crecer.
—Estoy cansada, no puedo dar un paso más, pero he disfrutado ser útil —dijo Aóna.
—Yo también, después de hacer el amor contigo, no existe nada más reconfortante que el trabajo —comentó el joven.
—Te crees gracioso —le contestó ella coqueta.
—Soy sincero…, y te amo.
Por respuesta la muchacha lo besó tiernamente en la boca. Se inclinó tanto sobre él que la mochila se abrió por sí sola y se deslizó hacia afuera una última semilla.
—Hemos olvidado esta, no puedo permitir que se quede sin nacer —expresó ella.
Con la simiente entre sus manos, se levantó a duras penas y comenzó a caminar hacia la orilla. Melo la observó mientras se alejaba, pero luego se distrajo escrutando con su mirada la distancia. En el horizonte verde, formado por una tierra lejana, también se levantaba una hilera interminable de columnas de humos azules. El joven pensó: Un día uniremos ambas tierras para siempre.
Fue cuando todo tembló alrededor y se sintió un estruendo.
La roca negra se quebró en torno a la muchacha y el magma líquido salió a borbotones por las grietas. Quedó presa en un diminuto islote rodeado de fuego y volutas de humo negro. El pedazo de roca no tardaría en desaparecer, licuado por las intensas temperaturas del mar de lava. El joven gritó imperioso.
—Aóna sal de ahí, salta, todavía estás a tiempo.
Pero ella se había agazapado aterrorizada, con la cabeza escondida entre los brazos. Melo corrió desesperado, tomó impulso y saltó hacia el islote, agarró a la muchacha y la levantó.
—Escúchame, tienes que controlarte o moriremos los dos aquí.
Aóna continuó inmóvil, dominada por el miedo. Él la sacudió por los hombros con energía.
—¡Por Dios Santo!, reacciona.
—No puedo hacerlo sola —respondió ella débilmente, temblando como una hoja seca.
La grieta que los separaba de la orilla se ensanchaba por momentos.
Saltaron juntos, el joven la empujó en medio de un grito que compulsó todas sus fuerzas.
Aóna cayó ilesa del otro lado, pero Melo lo hizo sobre la lava hirviendo. En un esfuerzo sobre humano se aferró a las rocas de la costa y sacó medio cuerpo por si mismo. El resto se quemó instantáneamente. Murió en el acto.
La ayuda llegó un minuto después. El sistema satelital desde el espacio detectó el accidente y de inmediato se envió una patrulla.
La nave voladora aterrizó, los guardianes atendieron a Aóna y rescataron lo que quedaba de Melo.
La muchacha no paraba de llorar. En su mente se repetía la imagen de su amado consumiéndose por las llamas. Una mujer guardiana, al verla tan desconsolada, se le acercó y la estrechó entre sus brazos, con un tono de voz sosegado le dijo:
—La muerte siempre es cruel e intensa, pero no olvides que la vida es eterna, volver a empezar es duro, lleva trabajo, valor e inteligencia, y una capacidad de resistencia a prueba de fuego, el acto de renacer es una herencia muy antigua del hombre, requiere de personas como tú, que sean capaces de amar sin condiciones, ten confianza en ti misma y mucha fe en Melo, ahora te necesita más que nunca, ayúdalo a crecer…, y no te angusties demasiado, la tristeza solo debe servir para recordarnos luchar por la alegría…, sean felices, la vida es para eso…, no te rindas nunca.
Aóna había dejado de llorar. La guardiana la miró directo a los ojos y puso en sus manos el núcleo de Melo. Aún estaba caliente. La muchacha lo limpió con delicadeza de las cenizas que todavía lo cubrían, mientras luchaba por apartar de su mente el momento desagradable de su muerte. Examinó con cuidado la cápsula esférica que sostenía entre sus dedos, y vio a través de su cáscara semi traslúcida, al embrión humano que ya se movía pugnando por romperla.
Aóna se esforzó por sonreír entre gotas de llanto corriéndole por el rostro. Sabía que Melo tardaría solo unas semanas en volver a ser como antes, un joven bello y esbelto, con la misma capacidad y disposición para amarla, tendrían de nuevo una vida juntos. Por eso debía sentirse feliz, pero aún así, algo continuaba entristeciéndola. Había descubierto por sí misma lo doloroso que era renacer, y sentía miedo al enfrentarlo. Pero en su confusión, resonaron en su mente las palabras de la guardiana de la Tierra: “La tristeza solo debe servir para recordarnos luchar por la alegría…, la vida es para eso…, no te rindas nunca”.
Fin
El planeta Tierra dejó de ser la estrella azul que fue hace cuatro mil millones de años. Ahora era de color rojo y amarillo como el fuego, con enormes manchas verdes creadas por las áreas continentales. Los mares no existían. En su lugar, corrientes de lava ardiente se movían permanentemente entre los continentes, formando ríos y lagos de magma que rodeaban todo el planeta.
Sin embargo, la humanidad había sobrevivido. La vida proliferaba en todos los lugares donde existiese tierra firme, las ciudades estaban enclavadas en medio de las selvas de árboles de burbujas, conviviendo con su vegetación exuberante.
La Universidad de Brasilia era una gran pirámide escalonada, llena de jardines sembrados en sus mesetas. Las ramas de los árboles se extendían como enredaderas por todo el edificio, entraban a las aulas por las ventanas y los respiraderos redondos, subiendo por las paredes, refrescando el ambiente, humedeciendo las superficies. Sus ramos de frutas eran como burbujas transparentes, llenas de agua, rodeada de hojas anchas e intensamente verdes. Eran molestas cuando abarrotaban el lugar, pero la gente las soportaba por sus beneficios, limpiaban el aire lleno de cenizas y lo hacían respirable, liberándolo de sus cargas letales de vapores venenosos.
En ocasiones, los estudiantes se quejaban de que las ramas y frutos colgaban sobre sus cabezas dentro de las aulas. Muchas veces debían podarlas ellos mismos, porque el personal encargado para esas tareas había sido destinado al fomento de nuevos continentes. A ese precio, la humanidad crecía en la medida que se cultivaban las tierras áridas y estas se hacían habitables. Las familias emigraban por cientos de miles a las nuevas ciudades y faltaba la mano de obra para las tareas más simples, carecían además de los recursos para construir las maquinas y los robots suficientes que hiciesen el trabajo por ellos.
Aóna y Melo cortaban las ramas que colmaban su aula de la Universidad. Eran una pareja de estudiantes de quinto año. La ágil muchacha trepaba por la enredadera hasta el techo abovedado y con un machete de plasma le daba tajos precisos. Manejaba la peligrosa herramienta como un hombre. Melo recogía y apartaba las ramas que caían sobre los muebles y en el suelo. Otra docena de estudiantes los acompañaban en ese trabajo.
Al cabo de un rato el aula circular quedó limpia y volvió a verse en toda su amplitud. Los rayos del sol penetraron por las claraboyas de colores iluminando todo el lugar.
Los estudiantes se sentaron en sus mesas con los libros abiertos, de estos salían imágenes holográficas, letras y sonidos en frecuencias solo escuchadas por sus dueños.
El profesor entró al aula, subió a la plataforma central y encendió la pantalla tridimensional. Sobre su cabeza flotó un plano gigantesco de toda la ciudad y su periferia. Esta última, estaba dividida en cuadrículas y cada una tenía un símbolo de identificación. El profesor se dirigió a todos los alumnos:
—Por favor, anoten su ubicación en el mapa, le dedicaremos el resto del día a un trabajo de campo, sembraremos árboles de burbujas en la periferia, vamos a continuar extendiendo la ciudad, ¿Alguien quiere proponer algo?
Los estudiantes respondieron con silencio.
—Bien, trabajarán con sus parejas de siempre, dentro de una hora un vehículo los recogerá en el parque…, disfruten su día de campo, pueden retirarse —concluyó él.
Los estudiantes salieron de la Universidad. Bajaron su alta escalinata hasta la acera. Cruzando la calle se encontraba el parque. Este era llano, grande y redondo, con una fuente en medio, vertiendo agua reciclada en amplios ramilletes. Los árboles de burbujas y jardines de flores exóticas formaban varios anillos concéntricos, entre muchos bancos de madera y varias glorietas. La gente descansaba en ellos o paseaba por los anchos caminos enlozados.
Aóna y Melo se sentaron sobre las raíces de un árbol. A unos pasos de ellos una niña daba de comer a un grupo de palomas álgidas, que batiendo sus alas traslúcidas de insecto revoloteaban por entre los árboles. La iglesia en el otro extremo del parque, blandía las campanas de acero, transparentes como un cristal.
Melo puso entre las manos de su amada una bella flor de agua que traía escondida bajo la camisa. Ella mordió delicadamente un pétalo y bebió del interior el dulce néctar, después besó los labios del joven. Él la atrajo hacia si y la besó de nuevo. Por un instante se fueron del mundo. Cuando regresaron, los dos miraron de reojo hacia el banco de madera vecino, donde otra pareja de enamorados se leían versos, abstraídos en su propio cosmos distante. Aóna y Melo sonrieron despreocupados y felices.
La Canoa volante sonó la sirenilla llamando a los estudiantes. Cada cual tomó su pesada mochila y la cargaron sobre su espalda. Los dos anduvieron a prisa para coger los primeros puestos.
El vehículo se levantó en el aire, a unos centímetros del suelo, y partió silencioso por la ancha avenida que se extendía entre el parque y la escalinata de la Universidad. Se detuvo en la esquina, para ceder el paso a una maestra que conducía un grupo de niños hacia un huerto colindante.
Aóna pasó la mirada por la acera y la interrumpió sobre un hombre, que de pie tocaba un organillo de color rojo y azul. Su música sonaba melodiosa y alegre. La muchacha le miró al rostro y le sonrió, en respuesta, este inclinó la cabeza a la vez que levantaba su sombrero de plumas traslúcidas.
La canoa continuó por la avenida que se prolongaba recta hasta salir de la ciudad. En el límite de sus fronteras se elevó por encima de las copas de los árboles y sobrevoló la selva. Esta era como un mar verde colmado de burbujas transparentes, que se extendía hasta un horizonte rojo por las llamas. Llegaron a la periferia de la ciudad una hora después. La canoa bajó y dejó la primera pareja. Coincidió que eran Aóna y Melo. Estos pusieron pie en tierra y se quitaron de la espalda sus mochilas.
Estaban parados en un llano donde terminaba la selva, una franja árida de roca volcánica, dura y fría, llena de grietas abiertas por las raíces de los árboles cercanos. A un centenar de metros más allá terminaba la tierra firme, la lava burbujeante se extendía formando un lago inmenso hasta la próxima ciudad selvática que se veía a lo lejos, sobre el horizonte, levantándose como una línea verde sobre el magma líquido.
Los jóvenes volcaron el contenido de sus mochilas sobre el suelo rocoso. Eran semillas de árboles de burbujas, unas vainas cónicas de veinte centímetros de tamaño. Estas no eran naturales, habían sido elaboradas industrialmente. Estaban compuestas por un órgano celular de origen animal con complementos electrónicos, combinados a su vez con células vegetales. El híbrido biónico, formaba el árbol de burbuja en su última etapa de crecimiento. Pero inicialmente, eran como gusanos encerrados dentro de esa vaina de huesos anillados, resistente a las altas temperaturas.
Comenzaron la ardua tarea de sembrarlas a una distancia prudencial una de otras, introduciéndolas lo más que podían en lo profundo de las grietas, abiertas a todo lo largo de la costa.
Estas semillas comenzarían a nacer con los primeros vapores de agua que captaran. Al cabo de unos meses serían altos y frondosos árboles, con las ramas extendidas y llenas de ramos de burbujas de agua. En el interior de la tierra las raíces se unirían a las de los árboles vecinos y formarían una sólida y ramificada estructura que enfriaría lentamente la tierra, endureciendo las corrientes de lava más próxima. De esa manera, la selva crecería, formando islas de tierra firme y junto con ella, lo harían las ciudades habitables para la humanidad.
Los jóvenes trabajaron durante horas. Caminaron kilómetros por el borde de la costa, cuidando de no acercarse demasiado al inmenso lago de lava ardiente que burbujeaba amenazante. Se sentaron exhaustos sobre el lecho de rocas. Contemplaron en la distancia su sembradío. De las grietas donde se encontraban diseminadas las simientes, se elevaban serpenteando columnas de humo de color azul, señal de que comenzaban a crecer.
—Estoy cansada, no puedo dar un paso más, pero he disfrutado ser útil —dijo Aóna.
—Yo también, después de hacer el amor contigo, no existe nada más reconfortante que el trabajo —comentó el joven.
—Te crees gracioso —le contestó ella coqueta.
—Soy sincero…, y te amo.
Por respuesta la muchacha lo besó tiernamente en la boca. Se inclinó tanto sobre él que la mochila se abrió por sí sola y se deslizó hacia afuera una última semilla.
—Hemos olvidado esta, no puedo permitir que se quede sin nacer —expresó ella.
Con la simiente entre sus manos, se levantó a duras penas y comenzó a caminar hacia la orilla. Melo la observó mientras se alejaba, pero luego se distrajo escrutando con su mirada la distancia. En el horizonte verde, formado por una tierra lejana, también se levantaba una hilera interminable de columnas de humos azules. El joven pensó: Un día uniremos ambas tierras para siempre.
Fue cuando todo tembló alrededor y se sintió un estruendo.
La roca negra se quebró en torno a la muchacha y el magma líquido salió a borbotones por las grietas. Quedó presa en un diminuto islote rodeado de fuego y volutas de humo negro. El pedazo de roca no tardaría en desaparecer, licuado por las intensas temperaturas del mar de lava. El joven gritó imperioso.
—Aóna sal de ahí, salta, todavía estás a tiempo.
Pero ella se había agazapado aterrorizada, con la cabeza escondida entre los brazos. Melo corrió desesperado, tomó impulso y saltó hacia el islote, agarró a la muchacha y la levantó.
—Escúchame, tienes que controlarte o moriremos los dos aquí.
Aóna continuó inmóvil, dominada por el miedo. Él la sacudió por los hombros con energía.
—¡Por Dios Santo!, reacciona.
—No puedo hacerlo sola —respondió ella débilmente, temblando como una hoja seca.
La grieta que los separaba de la orilla se ensanchaba por momentos.
Saltaron juntos, el joven la empujó en medio de un grito que compulsó todas sus fuerzas.
Aóna cayó ilesa del otro lado, pero Melo lo hizo sobre la lava hirviendo. En un esfuerzo sobre humano se aferró a las rocas de la costa y sacó medio cuerpo por si mismo. El resto se quemó instantáneamente. Murió en el acto.
La ayuda llegó un minuto después. El sistema satelital desde el espacio detectó el accidente y de inmediato se envió una patrulla.
La nave voladora aterrizó, los guardianes atendieron a Aóna y rescataron lo que quedaba de Melo.
La muchacha no paraba de llorar. En su mente se repetía la imagen de su amado consumiéndose por las llamas. Una mujer guardiana, al verla tan desconsolada, se le acercó y la estrechó entre sus brazos, con un tono de voz sosegado le dijo:
—La muerte siempre es cruel e intensa, pero no olvides que la vida es eterna, volver a empezar es duro, lleva trabajo, valor e inteligencia, y una capacidad de resistencia a prueba de fuego, el acto de renacer es una herencia muy antigua del hombre, requiere de personas como tú, que sean capaces de amar sin condiciones, ten confianza en ti misma y mucha fe en Melo, ahora te necesita más que nunca, ayúdalo a crecer…, y no te angusties demasiado, la tristeza solo debe servir para recordarnos luchar por la alegría…, sean felices, la vida es para eso…, no te rindas nunca.
Aóna había dejado de llorar. La guardiana la miró directo a los ojos y puso en sus manos el núcleo de Melo. Aún estaba caliente. La muchacha lo limpió con delicadeza de las cenizas que todavía lo cubrían, mientras luchaba por apartar de su mente el momento desagradable de su muerte. Examinó con cuidado la cápsula esférica que sostenía entre sus dedos, y vio a través de su cáscara semi traslúcida, al embrión humano que ya se movía pugnando por romperla.
Aóna se esforzó por sonreír entre gotas de llanto corriéndole por el rostro. Sabía que Melo tardaría solo unas semanas en volver a ser como antes, un joven bello y esbelto, con la misma capacidad y disposición para amarla, tendrían de nuevo una vida juntos. Por eso debía sentirse feliz, pero aún así, algo continuaba entristeciéndola. Había descubierto por sí misma lo doloroso que era renacer, y sentía miedo al enfrentarlo. Pero en su confusión, resonaron en su mente las palabras de la guardiana de la Tierra: “La tristeza solo debe servir para recordarnos luchar por la alegría…, la vida es para eso…, no te rindas nunca”.
Fin