Sagan
12-Apr-2013, 16:17
Escrito originalmente en 1960, este ensayo se convirtió en un manual de referencia para entender el método científico y los pilares de la filosofía de la ciencia. En el prólogo que sigue a continuación, su autor hace un recorrido por la evolución de esta disciplina en las últimas cinco décadas.
¡Cuánto ha cambiado el mundo desde que apareció la primera edición de este libro! La píldora anticonceptiva revolucionó la moral sexual; las mujeres, los afroamericanos y los gays lograron importantes derechos civiles; la novela latinoamericana admiró al mundo; Elvis Presley y los Beatles arrinconaron a la música culta; un ejército de campesinos derrotó al imperio más potente de la historia; despertaron China y el mundo islámico; se derrumbó el llamado “mundo socialista”; el marxismo entró en crisis; el llamado “neoliberalismo” amenazó las conquistas sociales; y el entusiasmo por la ciencia provocado por el Spútnik se convirtió en su rechazo por los posmodernos o irracionalistas.
Pero en medio de semejantes convulsiones sociales hubo una constante: la matemática, la ciencia y la técnica siguieron avanzando. En particular, nacieron la biología molecular, la neurociencia cognitiva y la socioeconomía; el mercado fue inundado por nuevos fármacos; y el ordenador personal, Internet y el teléfono móvil se difundieron por doquier, multiplicando la información aunque no necesariamente la comprensión. También nacieron la psiquiatría científica y las primeras drogas antipsicóticas eficaces, junto con los viajes espaciales y los chantajes nucleares.
Durante la primera mitad del período considerado —es decir, entre el Spútnik e Internet—, se generalizó la enseñanza de la lógica matemática a los estudiantes de filosofía, al tiempo que la investigación lógica se volvía tan abstrusa, y a veces arcana, que sólo los matemáticos podían realizarla.
Durante este período se registraron tres bajas importantes: el positivismo lógico, el materialismo dialéctico y la filosofía lingüística quedaron marginados porque ya no tenían nada nuevo que aportar. A la caída de la filosofía marxista contribuyó decisivamente la del imperio soviético. De un día para otro quedaron cesantes decenas de miles de profesores de esa filosofía y dejaron de venderse las obras completas de Lenin, que hasta entonces se vendían más que la Biblia.
Los vacíos que dejaron esas tres escuelas no fueron ocupados por otras nuevas dedicadas a trabajar problemas nuevos con nuevas herramientas. Sucedió lo que ha venido sucediendo desde la Antigüedad cada vez que la ciencia y la tecnología dan grandes saltos adelante: se resucitaron cadáveres. En casi todo el mundo, la filosofía llamada analítica, que respetaba a la razón, fue reemplazada por la llamada continental, que la denigraba.
En efecto, los panfletos iconoclásticos de Nietzsche y los textos herméticos y anticientíficos de Hegel, Husserl, Heidegger y sus imitadores se hicieron de lectura obligatoria. Fue una manera de advertir a los estudiantes que dejaran de preguntar y dudar y se resignaran a repetir sin entender. Volvió a ponerse de moda el viejo adagio teológico: Lo creo porque es absurdo. Y se atribuyeron a la ciencia intenciones criminales propias de la ingenieria y la industria militares.
Pero junto con esta degradación de la enseñanza de la filosofía, ha habido durante el último medio siglo buenas nuevas en la literatura filosófica. En particular, renació el interés por la ética, nació la filosofía de la técnica y se enriquecieron notablemente las filosofías de las ciencias particulares, especialmente la química, la biología, la psicología y las ciencias sociales. En suma, la epistemología o filosofía de la ciencia, que a comienzos del siglo XX había sido pasatiempo de científicos a punto de jubilarse, se incorporó al núcleo de la filosofía.
¿Por qué conviene hacer filosofía de la ciencia? Porque todos los investigadores científicos presuponen o dicen usar algunos principios filosóficos, pero rara vez los examinan. Si los examinasen podría resultar que propiciaran el avance de la ciencia o lo obstaculizaran. En el primer caso, esos principios merecerán que sean acogidos por la ciencia; en el segundo, merecerán ser corregidos o abandonados. En resumen, el cultivo de la epistemología procientífica puede ayudar al avance de la ciencia a la par que enriquecer a la filosofía.
Por ejemplo, la tesis hipocrática de la identidad psiconeural (“lo mental es cerebral”) propició la fusión de la psicología y la psiquiatría con la neurociencia, proceso que está dando resultados sensacionales. En cambio, la tesis neopitagórica its from bits (las cosas serían símbolos) descorazona a la física, en particular a la física experimental de partículas, ya que el bit, la unidad de información, es artificial y carece de propiedades físicas. La tesis de que la biología molecular es la base de la biología ha revolucionado esta ciencia. Pero la tesis reduccionista: “todo está en el genoma”, ha obstaculizado el estudio de los sistemas vivos, de la célula al organismo.
En los estudios sociales, la teoría de la acción racional, que es la corriente dominante, ha sido incapaz de explicar hechos macrosociales tales como las crisis económicas, las guerras y la proliferación de “villas miseria” o “ciudades perdidas”. En teoría económica se siguen usando principios como el de la maximización de la utilidad esperada, que no han sido puestos a prueba o han sido refutados por experimentos. En suma, mientras algunas doctrinas filosóficas sugieren investigaciones científicas promisorias, otras las frustran y merecen, por tanto, que se las llame fobosóficas.
Además, está la tentación permanente de la pseudociencia, que hace caso omiso del control empírico. Un ejemplo de ella está constituido por las ingeniosas explicaciones de hechos sociales propuestas por los sedicentes psicólogos evolutivos, los cuales sostienen que todo lo social tiene una raíz biológica. También postulan que los seres humanos dejaron de evolucionar hace unos 50.000 años, cuando la mente humana se adaptó a la sabana africana. Curiosamente, no se preguntan cómo fue posible que semejantes “fósiles vivientes” creasen la agricultura, la civilización, la escritura o la matemática.
Aunque estas especulaciones son incompatibles con la arqueología y la historiografía, circulan ampliamente en los ambientes académicos. Por ejemplo, el conflicto humano es el tema central del número del 12 de mayo de 2012 de la prestigiosa revista Science. La mayoría de los autores que escribieron sobre este tema afirmaron que: a) todo acto de violencia es producto de la agresividad innata; y b) la violencia ha disminuido en el curso de los últimos siglos.
Un filósofo de la ciencia pediría a esos autores que suministren pruebas empíricas de sus tesis. Acaso agregaría que la mayoría de los crímenes no son pasionales sino económicos o políticos. También señalaría que los atenienses de la época de Pericles no portaban armas, y que las ciudades de China que describió Marco Polo eran más seguras que Washington o la ciudad de México.
Finalmente, el filósofo agregaría, tal vez, que hay que distinguir la violencia interpersonal, o al por menor, de la organizada en gran escala, y que esta última ha sido mucho peor en el siglo pasado que en épocas anteriores. Baste recordar las dos guerras mundiales y los campos de concentración.
Esas calamidades fueron muchísimo más letales que todo lo conocido hasta entonces y no se debieron a desconfianza del otro ni a rivalidad sexual, sino a la codicia de unos pocos por riquezas ajenas o por dominio político. En suma, el filósofo que terciase en la controversia sobre la violencia exigiría mayor claridad conceptual, más respeto por los datos y, sobre todo, la adopción de un enfoque interdisciplinario.
En todas las ciencias y tecnologías hay problemas, explícitos o larvados, que invitan a la participación del filósofo. Pero para que esta sea eficaz, el filósofo tendrá que estar dispuesto a enterarse de los temas en discusión. Si lo hace podrá aportar sus dotes únicas: su habilidad para analizar y organizar ideas y para reconocer nuevos problemas globales, que suelen pasar desapercibidos al especialista. Además, al acercarse a disciplinas propiamente dichas, rechazará la consigna todo vale de los escribidores posmodernos.
¡Cuánto ha cambiado el mundo desde que apareció la primera edición de este libro! La píldora anticonceptiva revolucionó la moral sexual; las mujeres, los afroamericanos y los gays lograron importantes derechos civiles; la novela latinoamericana admiró al mundo; Elvis Presley y los Beatles arrinconaron a la música culta; un ejército de campesinos derrotó al imperio más potente de la historia; despertaron China y el mundo islámico; se derrumbó el llamado “mundo socialista”; el marxismo entró en crisis; el llamado “neoliberalismo” amenazó las conquistas sociales; y el entusiasmo por la ciencia provocado por el Spútnik se convirtió en su rechazo por los posmodernos o irracionalistas.
Pero en medio de semejantes convulsiones sociales hubo una constante: la matemática, la ciencia y la técnica siguieron avanzando. En particular, nacieron la biología molecular, la neurociencia cognitiva y la socioeconomía; el mercado fue inundado por nuevos fármacos; y el ordenador personal, Internet y el teléfono móvil se difundieron por doquier, multiplicando la información aunque no necesariamente la comprensión. También nacieron la psiquiatría científica y las primeras drogas antipsicóticas eficaces, junto con los viajes espaciales y los chantajes nucleares.
Durante la primera mitad del período considerado —es decir, entre el Spútnik e Internet—, se generalizó la enseñanza de la lógica matemática a los estudiantes de filosofía, al tiempo que la investigación lógica se volvía tan abstrusa, y a veces arcana, que sólo los matemáticos podían realizarla.
Durante este período se registraron tres bajas importantes: el positivismo lógico, el materialismo dialéctico y la filosofía lingüística quedaron marginados porque ya no tenían nada nuevo que aportar. A la caída de la filosofía marxista contribuyó decisivamente la del imperio soviético. De un día para otro quedaron cesantes decenas de miles de profesores de esa filosofía y dejaron de venderse las obras completas de Lenin, que hasta entonces se vendían más que la Biblia.
Los vacíos que dejaron esas tres escuelas no fueron ocupados por otras nuevas dedicadas a trabajar problemas nuevos con nuevas herramientas. Sucedió lo que ha venido sucediendo desde la Antigüedad cada vez que la ciencia y la tecnología dan grandes saltos adelante: se resucitaron cadáveres. En casi todo el mundo, la filosofía llamada analítica, que respetaba a la razón, fue reemplazada por la llamada continental, que la denigraba.
En efecto, los panfletos iconoclásticos de Nietzsche y los textos herméticos y anticientíficos de Hegel, Husserl, Heidegger y sus imitadores se hicieron de lectura obligatoria. Fue una manera de advertir a los estudiantes que dejaran de preguntar y dudar y se resignaran a repetir sin entender. Volvió a ponerse de moda el viejo adagio teológico: Lo creo porque es absurdo. Y se atribuyeron a la ciencia intenciones criminales propias de la ingenieria y la industria militares.
Pero junto con esta degradación de la enseñanza de la filosofía, ha habido durante el último medio siglo buenas nuevas en la literatura filosófica. En particular, renació el interés por la ética, nació la filosofía de la técnica y se enriquecieron notablemente las filosofías de las ciencias particulares, especialmente la química, la biología, la psicología y las ciencias sociales. En suma, la epistemología o filosofía de la ciencia, que a comienzos del siglo XX había sido pasatiempo de científicos a punto de jubilarse, se incorporó al núcleo de la filosofía.
¿Por qué conviene hacer filosofía de la ciencia? Porque todos los investigadores científicos presuponen o dicen usar algunos principios filosóficos, pero rara vez los examinan. Si los examinasen podría resultar que propiciaran el avance de la ciencia o lo obstaculizaran. En el primer caso, esos principios merecerán que sean acogidos por la ciencia; en el segundo, merecerán ser corregidos o abandonados. En resumen, el cultivo de la epistemología procientífica puede ayudar al avance de la ciencia a la par que enriquecer a la filosofía.
Por ejemplo, la tesis hipocrática de la identidad psiconeural (“lo mental es cerebral”) propició la fusión de la psicología y la psiquiatría con la neurociencia, proceso que está dando resultados sensacionales. En cambio, la tesis neopitagórica its from bits (las cosas serían símbolos) descorazona a la física, en particular a la física experimental de partículas, ya que el bit, la unidad de información, es artificial y carece de propiedades físicas. La tesis de que la biología molecular es la base de la biología ha revolucionado esta ciencia. Pero la tesis reduccionista: “todo está en el genoma”, ha obstaculizado el estudio de los sistemas vivos, de la célula al organismo.
En los estudios sociales, la teoría de la acción racional, que es la corriente dominante, ha sido incapaz de explicar hechos macrosociales tales como las crisis económicas, las guerras y la proliferación de “villas miseria” o “ciudades perdidas”. En teoría económica se siguen usando principios como el de la maximización de la utilidad esperada, que no han sido puestos a prueba o han sido refutados por experimentos. En suma, mientras algunas doctrinas filosóficas sugieren investigaciones científicas promisorias, otras las frustran y merecen, por tanto, que se las llame fobosóficas.
Además, está la tentación permanente de la pseudociencia, que hace caso omiso del control empírico. Un ejemplo de ella está constituido por las ingeniosas explicaciones de hechos sociales propuestas por los sedicentes psicólogos evolutivos, los cuales sostienen que todo lo social tiene una raíz biológica. También postulan que los seres humanos dejaron de evolucionar hace unos 50.000 años, cuando la mente humana se adaptó a la sabana africana. Curiosamente, no se preguntan cómo fue posible que semejantes “fósiles vivientes” creasen la agricultura, la civilización, la escritura o la matemática.
Aunque estas especulaciones son incompatibles con la arqueología y la historiografía, circulan ampliamente en los ambientes académicos. Por ejemplo, el conflicto humano es el tema central del número del 12 de mayo de 2012 de la prestigiosa revista Science. La mayoría de los autores que escribieron sobre este tema afirmaron que: a) todo acto de violencia es producto de la agresividad innata; y b) la violencia ha disminuido en el curso de los últimos siglos.
Un filósofo de la ciencia pediría a esos autores que suministren pruebas empíricas de sus tesis. Acaso agregaría que la mayoría de los crímenes no son pasionales sino económicos o políticos. También señalaría que los atenienses de la época de Pericles no portaban armas, y que las ciudades de China que describió Marco Polo eran más seguras que Washington o la ciudad de México.
Finalmente, el filósofo agregaría, tal vez, que hay que distinguir la violencia interpersonal, o al por menor, de la organizada en gran escala, y que esta última ha sido mucho peor en el siglo pasado que en épocas anteriores. Baste recordar las dos guerras mundiales y los campos de concentración.
Esas calamidades fueron muchísimo más letales que todo lo conocido hasta entonces y no se debieron a desconfianza del otro ni a rivalidad sexual, sino a la codicia de unos pocos por riquezas ajenas o por dominio político. En suma, el filósofo que terciase en la controversia sobre la violencia exigiría mayor claridad conceptual, más respeto por los datos y, sobre todo, la adopción de un enfoque interdisciplinario.
En todas las ciencias y tecnologías hay problemas, explícitos o larvados, que invitan a la participación del filósofo. Pero para que esta sea eficaz, el filósofo tendrá que estar dispuesto a enterarse de los temas en discusión. Si lo hace podrá aportar sus dotes únicas: su habilidad para analizar y organizar ideas y para reconocer nuevos problemas globales, que suelen pasar desapercibidos al especialista. Además, al acercarse a disciplinas propiamente dichas, rechazará la consigna todo vale de los escribidores posmodernos.