Sagan
12-Apr-2013, 00:37
Las reglas han tenido una función evolutiva a lo largo de la historia. Pero nuestra sociedad también está diseñada -tal vez a pesar suyo- para limitar el grado de injerencia que podemos tener frente a reglas que sólo deberíamos seguir ciegamente.
Desde el código genético hasta el movimiento de los astros, todo en el universo está regido por reglas y leyes que como seres humanos nos permiten observar cierta tendencia al equilibrio en medio del caos total. Nuestra sociedad no es la excepción. La historia de la humanidad podría leerse como la tentativa de crear reglas para disminuir la incertidumbre frente a un entorno natural hostil y aumentar nuestras posibilidades de supervivencia. Sin embargo, el ser humano es un ingrediente caótico en sí mismo. Y tal vez el hecho de que a veces nos guste romper las reglas no sea sino una reacción evolutiva, paradójicamente, para sobrevivir.
Tenemos reglas de comportamiento, de etiqueta, para regular nuestras relaciones en ámbitos sociales, comerciales, políticos tanto como en los ámbitos privados: desde cómo sentarnos en la mesa hasta condicionarnos a no decir groserías, la infancia y el juego nos enseñan que ser adulto es saber seguir reglas. El lenguaje son reglas. Las reglas son civilización y la civilización es posibilidad de hacer más civilización, de existir en la Tierra en un entorno controlado que excluya las amenazas que atenten contra nosotros. El problema es que somos nosotros quienes estamos encerrados con nosotros mismos en la burbuja ilusoria de la civilización.
¿Se han fijado qué pasa en las calles cuando los semáforos dejan de funcionar? Caos. Todos tratan de tomar el paso. Un despistado cede y otros aprovechan: comer o ser comido. Nada ha cambiado desde hace unos 40 mil años de “civilización”. Las reglas (los semáforos) están ahí para que no tengamos que lidiar con nosotros mismos, para darnos la ilusión de que hay todo un sistema en torno nuestro que se preocupa por nosotros, que no dejará que nada nos lastime: el discurso político no es más que la propagación de esa ilusión. Los políticos pretenden hablarle en primera persona a cada ciudadano para asegurarle de que él o ella son importantes porque el Estado es una regla en sí misma, la culminación y la posibilidad de continuidad del aparato de regulación y control que llamamos sociedad.
Es por la existencia de reglas que la gente en las grandes ciudades necesita cada vez menos de su cerebro para ser buenos conductores en las calles, por ejemplo. No es necesario: hay señales que te indican a dónde ir y cómo; el semáforo te dice si avanzar o detenerte; el GPS de nuestros teléfonos inteligentes incluso nos dicta la ruta más corta, y está lista para hacer cambios en el plan de viaje en caso de que nuestra impericia al volante nos haga perder la salida que debíamos tomar. Hemos ido tan lejos que el pensar mismo (es decir, el cuestionar la existencia misma de las reglas, aunque sea para calibrar si sus beneficios siguen siendo deseables) es socialmente proscrito: las universidades no quieren investigadores que cuestionen las metodologías, sino que las sigan apropiadamente; los centros de trabajo no buscan innovación (pese a que sea prestigioso afirmar lo contrario) sino obediencia. La televisión muestra un catálogo de las funestas consecuencias sufridas por quienes rompen las reglas: desde los noticieros hasta los reality shows, somos advertidos de las consecuencias de cuestionar el status quo. La libertad, hoy, es la libertad para cambiar de canales, en la rueda de hamster del zapping.
Todo discurso tiene fallas (incluido este), pero lo importante es no perder la capacidad de cuestionar desde nuestra propia subjetividad el estatuto de verdad de los discursos a los que estamos expuestos, vengan de la familia, la sociedad o los mass media. Una sociedad altamente estructurada como la nuestra nos permite acotar la incertidumbre a la que estamos expuestos; sin embargo, para una sociedad donde toda variable y toda incertidumbre está de antemano desactivada y prevista, nuestro cerebro es irrelevante. La opción no es vivir en medio de la selva (donde, por otra parte, nuestra capacidad de adaptación sería forzada hasta sus límites, así como nuestra creatividad, nuestra inteligencia y nuestra inventiva, como en Robinson Crusoe), sino cuidarnos de no convertirnos en robots obedientes sólo para poder ser funcionales en una sociedad a todas luces disfuncional.
Fuente:http://ieet.org/index.php/IEET/more/scaruffi20130315%20%20
Desde el código genético hasta el movimiento de los astros, todo en el universo está regido por reglas y leyes que como seres humanos nos permiten observar cierta tendencia al equilibrio en medio del caos total. Nuestra sociedad no es la excepción. La historia de la humanidad podría leerse como la tentativa de crear reglas para disminuir la incertidumbre frente a un entorno natural hostil y aumentar nuestras posibilidades de supervivencia. Sin embargo, el ser humano es un ingrediente caótico en sí mismo. Y tal vez el hecho de que a veces nos guste romper las reglas no sea sino una reacción evolutiva, paradójicamente, para sobrevivir.
Tenemos reglas de comportamiento, de etiqueta, para regular nuestras relaciones en ámbitos sociales, comerciales, políticos tanto como en los ámbitos privados: desde cómo sentarnos en la mesa hasta condicionarnos a no decir groserías, la infancia y el juego nos enseñan que ser adulto es saber seguir reglas. El lenguaje son reglas. Las reglas son civilización y la civilización es posibilidad de hacer más civilización, de existir en la Tierra en un entorno controlado que excluya las amenazas que atenten contra nosotros. El problema es que somos nosotros quienes estamos encerrados con nosotros mismos en la burbuja ilusoria de la civilización.
¿Se han fijado qué pasa en las calles cuando los semáforos dejan de funcionar? Caos. Todos tratan de tomar el paso. Un despistado cede y otros aprovechan: comer o ser comido. Nada ha cambiado desde hace unos 40 mil años de “civilización”. Las reglas (los semáforos) están ahí para que no tengamos que lidiar con nosotros mismos, para darnos la ilusión de que hay todo un sistema en torno nuestro que se preocupa por nosotros, que no dejará que nada nos lastime: el discurso político no es más que la propagación de esa ilusión. Los políticos pretenden hablarle en primera persona a cada ciudadano para asegurarle de que él o ella son importantes porque el Estado es una regla en sí misma, la culminación y la posibilidad de continuidad del aparato de regulación y control que llamamos sociedad.
Es por la existencia de reglas que la gente en las grandes ciudades necesita cada vez menos de su cerebro para ser buenos conductores en las calles, por ejemplo. No es necesario: hay señales que te indican a dónde ir y cómo; el semáforo te dice si avanzar o detenerte; el GPS de nuestros teléfonos inteligentes incluso nos dicta la ruta más corta, y está lista para hacer cambios en el plan de viaje en caso de que nuestra impericia al volante nos haga perder la salida que debíamos tomar. Hemos ido tan lejos que el pensar mismo (es decir, el cuestionar la existencia misma de las reglas, aunque sea para calibrar si sus beneficios siguen siendo deseables) es socialmente proscrito: las universidades no quieren investigadores que cuestionen las metodologías, sino que las sigan apropiadamente; los centros de trabajo no buscan innovación (pese a que sea prestigioso afirmar lo contrario) sino obediencia. La televisión muestra un catálogo de las funestas consecuencias sufridas por quienes rompen las reglas: desde los noticieros hasta los reality shows, somos advertidos de las consecuencias de cuestionar el status quo. La libertad, hoy, es la libertad para cambiar de canales, en la rueda de hamster del zapping.
Todo discurso tiene fallas (incluido este), pero lo importante es no perder la capacidad de cuestionar desde nuestra propia subjetividad el estatuto de verdad de los discursos a los que estamos expuestos, vengan de la familia, la sociedad o los mass media. Una sociedad altamente estructurada como la nuestra nos permite acotar la incertidumbre a la que estamos expuestos; sin embargo, para una sociedad donde toda variable y toda incertidumbre está de antemano desactivada y prevista, nuestro cerebro es irrelevante. La opción no es vivir en medio de la selva (donde, por otra parte, nuestra capacidad de adaptación sería forzada hasta sus límites, así como nuestra creatividad, nuestra inteligencia y nuestra inventiva, como en Robinson Crusoe), sino cuidarnos de no convertirnos en robots obedientes sólo para poder ser funcionales en una sociedad a todas luces disfuncional.
Fuente:http://ieet.org/index.php/IEET/more/scaruffi20130315%20%20