Nieves Delgado
10-Mar-2013, 11:26
Bueno, aquí dejo mi segundo relato. Lo he presentado a un premio, y si me lo dieran no podría publicarse en el nº 2 de la revista, porque ellos tendrían preferencia... Pero vamos, que como no me van a dar ni las gracias, pues aquí queda. Es un poco más largo de lo que suelo hacer, pero también lo tenéis en PDF, que siempre es más cómodo de leer.
Segadores
Otra vez va a suceder. No sé si la palabra “exterminio” es la correcta, no me gusta usarla. Pero toda una especie de seres inteligentes va a perecer en poco tiempo. Barrida por mi mano.
Esta nave es mi casa; he nacido en ella, igual que mis padres y mis abuelos. No conozco otro mundo más que el que muestran sus paredes frías y prosaicas. Pero no me quejo, es un buen mundo; algo limitado tal vez, pero habitado por buena gente y dotado de todas las comodidades que necesito. Cinco generaciones de mi familia han nacido y vivido en la Pallentis, por qué iba a ser malo para mí…
Somos progenie humana moldeando vida, arrancando las malas hierbas que crecen en ese bosque profundo que es el universo. Limpiando. Seleccionando.
El universo está repleto de vida, sembrada por nuestra especie desde hace eones. Y todavía lo seguimos haciendo. Viajamos entre las estrellas como navegantes en busca de islas remotas y paradisíacas en las que depositar nuestra semilla; una semilla que infunde hálito de vida en los cientos de planetas que, sin saberlo, nos aguardan. Modificamos, transformamos y adaptamos a nuestras necesidades. Construimos, animamos lo inerte y lo convertimos en ambrosía.
La vida es necesaria para nuestra supervivencia, somos seres palpitantes; la vida llama a la vida, que prende con una facilidad pasmosa. Se abre camino entre los bloques yermos de átomos y moléculas. Y florece. No hay nada más hermoso que ver crecer algo que uno mismo ha creado.
A menudo me pregunto por qué tenemos esa necesidad de expandirnos, qué es lo que nos lleva a querer ir un paso más allá, un poco más lejos del último lugar al que hemos llegado. Tal vez sea la esperanza de encontrar algo nuevo, algo que nos sorprenda, algo más grande que nosotros mismos. Pero no; llevamos demasiado tiempo surcando las galaxias como para esperar que algo así suceda.
No sé mucho de los fundamentos de la naturaleza, no soy más que un simple técnico. Pero después de todo este tiempo, una cosa sí he aprendido: si algo tiene la más mínima posibilidad de existir, tarde o temprano acabará existiendo. Lo he visto muchas veces en los archivos de la nave; seres improbables, imposibles, que toman su aliento del minúsculo resquicio que dejan las leyes del azar y se erigen victoriosos sobre la pesadez de lo común. La vida es así. Exótica. Impredecible.
Y así queremos que sea.
Pero a veces, la vida no solo es impredecible. A veces es también indeseable. Y hay que segarla; exterminarla. Por eso estamos aquí.
La Pallentis es una nave segadora. Limpia las galaxias de todas aquellas formas de vida que, de un modo u otro, suponen una amenaza. No sucede muy a menudo, pero sucede; especies agresivas, destructivas, violencia pura en forma de nucleótidos que se enroscan sobre sí mismos. Nosotros sembramos, sí, y después observamos. Pero no intervenimos, no somos diseñadores. Somos creadores de una obra inacabada.
Aunque vigilamos, eso sí. Vigilamos todo el tiempo.
En ocasiones, alguna de esas especies enloquecidas llega al límite del desarrollo tecnológico que le permite salir de su planeta. Expandirse, como en un momento ya muy lejano hicimos nosotros. Y es entonces cuando intervenimos. La inteligencia tiene una fuerza imparable, es un sistema que se retroalimenta y crece de manera espontánea. Así que no nos limitamos a confinarlos en su mundo; los eliminamos. Sin contemplaciones. Sin compasión. Como se deshace uno de una cepa de un virus mortal.
Es un trabajo duro; se trata de vida, al fin y al cabo. Pero alguien tiene que hacerlo.
Ahora, nos aproximamos a uno de esos planetas. Llevamos casi una semana decelerando, debemos de estar a punto de llegar. Por supuesto, en la nave no existen ciclos tales como “día” y “noche”; al menos, no de una manera natural. Pero hemos seguido conservando esa ancestral medida del tiempo porque alguna tenemos que tener; sin ciclos temporales, simplemente, nos vendríamos abajo. Esa sensación de repetición, de previsibilidad, hace que de alguna manera nos sintamos seguros. Es curioso cómo el poner etiquetas, trazar líneas, concretar límites completamente artificiales, apacigua nuestro espíritu inestable. Creemos encontrar seguridad en el surco que deja un dedo en el aire y olvidamos que es el dedo mismo lo que nos mantiene unidos a este mundo cambiante. A esta nave huidora.
La Pallentis está completamente automatizada, dirigida por una enorme y complicada inteligencia artificial. Explora el espacio utilizando unos parámetros que han sido introducidos hace mucho tiempo ya; y sus pasajeros, nosotros, somos poco más que meras piezas de mantenimiento, simples engranajes de un mecanismo complejo que escapa a nuestro entendimiento y voluntad. Ni siquiera sabemos hacia dónde nos dirigimos, y mucho menos cómo es el mundo que hemos de limpiar. “Limpieza”, así lo llamamos. Y solo después de hacerla podemos acceder a esos datos; es entonces cuando sabemos cómo eran esos seres, esas especies desaparecidas. Aunque casi nadie aquí quiere saberlo.
Yo sí quiero.
Seis días con ligeros mareos y malestar en todo el cuerpo, son las consecuencias de una deceleración lenta pero constante. Hace un buen rato ya que todo se ha estabilizado de nuevo; tal vez hayamos llegado. Disfruto el momento, una mezcla de expectación y alerta, mientras consulto unos datos en mi ordenador. Hasta que la puerta de la habitación se abre; es Seymour, sonriente. Él es uno de los ocho elegidos; yo también lo soy.
― Ya casi estamos ―dice mientras se acerca―. Iniciamos aproximación, ve preparándote. Entraremos en órbita en unas horas; después, nos llamarán en cualquier momento.
Está emocionado, lo noto. La llegada a un planeta es siempre algo diferente, la ruptura de una rutina. Pasamos demasiado tiempo viajando entre las estrellas. Llegar a un sitio, a donde sea, le da un sentido a ese viaje; tener un objetivo, ese es el truco. Ser el realizador del objetivo.
― Está bien ―respondo sin demasiado entusiasmo―, yo iré un rato a la sala de suspensión. Pero estaré preparado.
Seymour permanece de pie unos instantes, con la sonrisa todavía en la cara, tal vez esperando que yo haga algún comentario. Finalmente se da cuenta de que no tengo intención de añadir nada más, y elegantemente se da la vuelta y se marcha. Es una buena persona, todos en la Pallentis lo son; hay que serlo para vivir en una nave segadora. Bastante tenemos ya con lo que tenemos.
Desconecto el ordenador de grafeno que estaba usando y lo enrollo con cuidado. No es que tenga prisa, pero una visita a la sala de suspensión en plena aproximación planetaria es un espectáculo que nunca me pierdo.
Los pasillos de la nave están agitados, como era de esperar. Hay mucha actividad, todos somos conscientes de la importancia de lo que va a suceder. No es algo muy frecuente, así que cada vez es especial. Y más para los ocho elegidos. Para mí es la tercera vez, pero Seymour se estrena, y se nota; claro que él es mucho más joven que yo. Aunque aquí el tiempo tampoco es que tenga demasiada importancia. En una nave de casi diez mil personas que pueden vivir prácticamente el tiempo que quieran, pocas cosas tienen una importancia real. El tiempo, desde luego, no es una de ellas.
La sala de suspensión es una especie de mirador situado en uno de los laterales de la nave. Una habitación transparente, como una protuberancia que se vierte hacia el exterior; paredes, suelo y techo se confunden con un fondo estrellado e infinito, en ella se pierde completamente el sentido de la orientación. La puerta por la que se accede, que ocupa toda una pared, resulta ser un enorme espejo en la parte interior, y cuando se cierra, uno deja de tener contacto visual con material alguno; el universo entero parece venírsele encima. Los sentidos, entonces, se expanden; o al menos así me gusta expresarlo a mí. El silencio es absoluto, la luz muy escasa, y solo el contacto con el suelo de la estancia amortigua la sensación de que realmente se está en el espacio profundo. Yo acostumbro a tumbarme sobre el suelo, extender los brazos y dejarme invadir por una paz inmensa. Es como un tanque de aislamiento, donde no existe nada más que uno mismo. Aunque en cierto modo, es justo lo contrario; la grandeza de lo que se está viendo hace que parezca que es uno quien se vuelca hacia el infinito.
Aquí tumbado, espero. La Pallentis está maniobrando, pero su continuo movimiento de rotación me asegura que tarde o temprano veré el gran espectáculo; la entrada del planeta en mi campo visual. No hay nadie más aquí conmigo, la sala de suspensión no es muy popular; o crea fobias, o adicción. Para mí, es el mejor momento del viaje.
Por fin, tímidamente, la luz empieza a incrementarse y un pequeño disco blancuzco aparece cohibido a mi izquierda. Tarda varios minutos en mostrarse completo, en todo su esplendor; un círculo perfecto y majestuoso inundando mis sentidos. Me abandono a la contemplación de sus colores, de sus matices, de su presencia. No puedo más que pensar que está repleto de vida, de una vida a la que le queda muy poco tiempo para seguir siendo. Cuando nos vayamos, el planeta ya será otro.
Permanezco así un buen rato, mirando a ese coloso. Una leve sensación de desazón comienza a insinuarse cuando recuerdo que en esta ocasión soy de nuevo uno de los ocho. La primera vez fue excitante; la segunda, inevitable. Pero esta vez… bueno, esta vez, simplemente es. Lo único que queda es una intensa sensación de trato con lo ineludible.
El proceso es siempre el mismo; ocho personas, elegidas aparentemente al azar, entran en la pequeña habitación circular. Formando un octógono perfecto, ocho placas de un color azul pardo se distribuyen a lo largo de la pared, y ocho manos extendidas se sitúan sobre ellas simultáneamente. Entonces, algo sucede. Nadie sabe exactamente qué, solo que la temperatura en toda la nave asciende unos cuantos grados. Y que un nuevo planeta queda arrasado de toda forma de vida.
Tampoco sabe nadie qué sucedería si alguno de los ocho fallara, si su mano no llegara a posarse sobre la placa en el momento adecuado; seguramente, no se accionaría eso que hace que la vida desaparezca. O tal vez sí; puede que solo sea un señuelo, una manera de hacernos creer que seguimos siendo relevantes, por encima del ejército de inteligencias artificiales que controlan la nave. Somos seres biológicos, nuestro equilibrio emocional es delicado; tal vez solo estén cuidando de nosotros.
Pero desde mi naturaleza orgánica, intuyo que nuestra presencia en la Pallentis es necesaria para algo más que las labores de mantenimiento. De algún modo, es necesaria la presencia de vida para terminar con la vida. Quiero saber más, lo necesito.
El disco planetario ya ha empezado a salir de nuevo de mi campo de visión. Tengo que ponerme en marcha, pronto van a reclamar mi presencia. Activo el sensor que vuelve opaca la pared que en realidad es un espejo, y me levanto. La sensación de mareo es inmediata.
Atravieso la puerta y me dirijo al centro de mandos con la imagen del hermoso planeta todavía fresca en mi cabeza. Casi puedo sentir la vida bullendo en él, y algo dentro de mí se resiente; debería, al menos, saber lo que estoy haciendo.
Me encuentro de nuevo con Seymour en el último pasillo. Nos saludamos, él sigue mostrando una amplia sonrisa.
― Qué, ¿preparado? ―me dice, acompañando sus palabras con un gesto de cabeza.
― Preparado.
Entramos en la estancia repleta de instrumental de navegación estelar. Varios androides nos dan la bienvenida y nos invitan a ponernos cómodos mientras esperamos la orden. Allí solo estamos seis de los ocho, contándonos a Seymour y a mí. Nos miramos los unos a los otros con curiosidad; sus caras me suenan, debo haberlos visto en algún momento. En una nave como la Pallentis no es nada complicado que eso suceda. Mientras nos vamos presentando, aparecen los dos que faltaban; una chica en apariencia recién salida de la adolescencia y un hombre de mediana edad con gesto huraño. Nos sentamos todos, ante la triste evidencia de que ya no tenemos nada más de lo que hablar. Y esperamos.
Miro de reojo a Seymour y veo que está disfrutando. Se siente importante, por fin le pasa algo que supone una descarga de adrenalina. Yo estoy tranquilo, aunque por algún motivo una ligera sudoración ha ido apareciendo en mis manos. Me doy cuenta de que aprieto los dientes con demasiada fuerza y procuro aflojar un poco. Intento no pensar en nada.
Pasa el tiempo. Veinte largos minutos, antes de que el androide más amable del universo se dirija a nosotros.
― Bien, es el momento ―nos mira uno a uno―. Las placas están numeradas, a cada uno le corresponde el número que se le asignó cuando fuisteis informados de la selección. Sabéis cuál es, ¿verdad?
Lo miro con un cierto desagrado; es un androide, sé que no puede hacer nada con la intención de molestarme, pero su tono paternalista me irrita profundamente. Tal vez soy yo, que estoy un poco susceptible.
Respondemos todos que sí, que sabemos cuál es nuestro número, como si fuéramos niños de aprendizaje temprano. El mío es el cuatro; cuatro de ocho, ¿querrá decir algo? ¿Y si intercambiara mi número con alguien, funcionaría todo igualmente? ¿Es solo una manera más de hacernos sentir únicos, otro señuelo? Indago en los ojos del androide buscando una respuesta que no llega; quizá, ni siquiera él mismo la tenga.
Con un gesto cordial nos indica que nos dirijamos a una puerta; sé que detrás está la habitación circular, he estado aquí antes.
La puerta se abre, entramos. Una habitación desnuda, vacía, se presenta ante nosotros. Tan solo las pequeñas placas azules decoran una pared uniforme y metálica. Encima de cada placa, un número la identifica; me dirijo hacia la que está marcada con el número cuatro. Por un instante, se me pasa por la cabeza la idea de proponerle a Seymour un cambio de número, pero lo descarto enseguida; él se siente ahora mismo como un soldado luchando por su patria. Recuerdo esa sensación. Ahora, me siento más como un mercenario.
Ya estamos colocados. Los ocho humanos, de pie, formando un octógono en una habitación circular. El androide nos recuerda una vez más las instrucciones y luego se marcha. Por algún motivo, nunca hay una inteligencia artificial en la habitación cuando el sistema se activa. La puerta se cierra tras él y allí quedamos los ocho, esperando a que la luz se encienda. Me seco la mano en la ropa, sigo sudando bastante. Noto el corazón acelerado, igual que la respiración, y un pensamiento loco se me cuela en la cabeza; no pondré la mano sobre la placa.
En ese preciso instante se enciende la luz. Una luz roja como el infierno. Y mi mano se levanta de manera casi automática, situándose sobre la placa azul número cuatro. Sin pensarlo, sin querer hacerlo. Sin no quererlo.
Y al instante, me odio por ello.
Un poderoso sentimiento de cobardía me invade. El miedo ha podido conmigo, me ha cogido desprevenido en medio del pensamiento y, simplemente, lo he hecho. Ahora ya está, el momento se ha ido. Todo vuelve a ser un enigma. El mecanismo, la necesaria presencia de los ocho, el papel de los humanos en esta particular segadora…
La luz permanece encendida unos segundos; cuando se apaga, retiramos las manos de las placas. Una vez más, notamos que la temperatura ha subido.
La puerta se abre de nuevo y todos empiezan a salir, en sus caras la satisfacción del deber cumplido. Yo no puedo. Me quedo en mi sitio, el cuerpo no me responde. Creo que algo en mi interior reclama una segunda oportunidad que no acaba de llegar. El androide de antes entra cuando ya todos se han ido y me pregunta, de nuevo en ese tono paternal, si me encuentro bien. Por fin, como si se tratase de una clave oculta, esas palabras me activan y salgo. Soy un buen chico.
De regreso a mi cuarto me derrumbo sobre la cama, agotado por la tensión acumulada. Podría haberlo hecho, sé que hubiera podido, con algo más de tiempo. Ahora tendré que cargar con una duda, una sospecha que irá creciendo en mi interior como una enredadera; quién sabe cuánto tiempo tendrá que volver a pasar para ser de nuevo uno de los ocho.
Me acurruco en la cama, el disco planetario todavía en mi cabeza; hermoso, acogedor, majestuoso. Y ahora, también muerto.
Empiezo a notar en mi cuerpo cómo la Pallentis comienza a acelerar. Nos alejamos. Otra vez hacia el espacio profundo; hacia un nuevo destino que está ya programado. A seguir con la limpieza. Los pensamientos se van mezclando en mi cabeza, mientras el suave movimiento de la nave me ayuda a sumirme lentamente en un sueño placentero.
Me despierto dos horas después, sigo aún un poco aturdido. La nave está ya en plena aceleración, y mi cuerpo se sobrecoge un poco al recordar viajes pasados. Me desperezo; es hora de seguir con las tareas. Pero antes, voy a echarle un vistazo a los archivos, como hago siempre después de una limpieza. Me gusta saber qué tipo de especie ha dejado de existir, es como un último homenaje a esa forma de vida. Y también sirve para reforzarme, para darme cuenta del peligro del que nos hemos deshecho, que casi siempre es mucho. Asumir el ciclo mismo de la vida, apareciendo en alguna parte del universo y extinguiéndose en otra al mismo tiempo… sembrar y segar, sembrar y segar; cultivar.
Despliego el ordenador holográfico y hago la consulta; veo que sí, efectivamente el archivo ya ha sido cargado. Lo abro, y al instante una luz mortecina inunda la estancia. Una figura empieza a perfilarse ante mí y finalmente se define. La miro confundido, mi cerebro indica que algo no cuadra. Vaya, hacía tiempo que no se producía un fallo de este tipo; parece que alguien ha cargado un archivo equivocado.
Accedo directamente al servidor en el que se almacenan los datos de las especies eliminadas. Sí, la información ya está disponible, la han subido hace treinta minutos. Elijo un archivo pixelado que contiene una imagen representativa, la portada del álbum. Lo abro y la luz moribunda vuelve a invadirlo todo. La figura se forma de nuevo. Es la misma de antes; la imagen de un ser humano.
Nervioso, abro una nueva pantalla de consulta, esta vez de datos; necesito saber algo de ese mundo. Ahí están; las características del planeta. No lo entiendo; son datos de posición astronómica, pero la mayoría de ellos indican “cero”. ¿Está habiendo un fallo generalizado en la Pallentis? Nunca antes ha habido dos errores seguidos en una descarga de archivos.
Un último intento; si también esta vez es incorrecto, tendré que dar cuenta de ello. Busco el archivo con imágenes del planeta; siempre hay uno, con paisajes planetarios y criaturas extrañas que los pueblan. Lo encuentro; aunque es demasiado grande, debe tratarse de otro error. Lo abro con el proyector holográfico, y decenas de imágenes empiezan a desfilar ante mis ojos. Normalmente no hay muchas, pero este archivo está repleto; miles de ellas, quizá. Por eso el archivo era tan pesado.
Me quedo observando, sin entender al principio. Los colores cambian a un ritmo frenético, golpeando mi cara y oscilando a lo largo de toda la estancia. Las imágenes, esas imágenes. Una tras otra, segundo tras segundo. El azul de un cielo limpio, el gris de una tormenta marina, el tórrido amarillo de la arena en una playa donde juegan niños… colores mil veces aprendidos, consultados, leídos en los archivos, y que ahora se estrellan torpemente contra mi piel y mis sentidos.
La evidencia me atraviesa y un manto de desolación cae sobre mi ánimo; es la Tierra. El planeta origen, la cuna del ser humano. Un mundo que nunca conocí y que ya no conoceré, pero que de un modo absurdo descubro que he llevado siempre conmigo. Y ante unos ojos ya incapaces de retener lágrimas, arrodillado sobre el suelo que sostiene mi cuerpo derrotado, la sucesión de imágenes continúa mostrándose de una manera obscena. Ignorándome. Exhibiéndose.
Despidiéndose.
Segadores
Otra vez va a suceder. No sé si la palabra “exterminio” es la correcta, no me gusta usarla. Pero toda una especie de seres inteligentes va a perecer en poco tiempo. Barrida por mi mano.
Esta nave es mi casa; he nacido en ella, igual que mis padres y mis abuelos. No conozco otro mundo más que el que muestran sus paredes frías y prosaicas. Pero no me quejo, es un buen mundo; algo limitado tal vez, pero habitado por buena gente y dotado de todas las comodidades que necesito. Cinco generaciones de mi familia han nacido y vivido en la Pallentis, por qué iba a ser malo para mí…
Somos progenie humana moldeando vida, arrancando las malas hierbas que crecen en ese bosque profundo que es el universo. Limpiando. Seleccionando.
El universo está repleto de vida, sembrada por nuestra especie desde hace eones. Y todavía lo seguimos haciendo. Viajamos entre las estrellas como navegantes en busca de islas remotas y paradisíacas en las que depositar nuestra semilla; una semilla que infunde hálito de vida en los cientos de planetas que, sin saberlo, nos aguardan. Modificamos, transformamos y adaptamos a nuestras necesidades. Construimos, animamos lo inerte y lo convertimos en ambrosía.
La vida es necesaria para nuestra supervivencia, somos seres palpitantes; la vida llama a la vida, que prende con una facilidad pasmosa. Se abre camino entre los bloques yermos de átomos y moléculas. Y florece. No hay nada más hermoso que ver crecer algo que uno mismo ha creado.
A menudo me pregunto por qué tenemos esa necesidad de expandirnos, qué es lo que nos lleva a querer ir un paso más allá, un poco más lejos del último lugar al que hemos llegado. Tal vez sea la esperanza de encontrar algo nuevo, algo que nos sorprenda, algo más grande que nosotros mismos. Pero no; llevamos demasiado tiempo surcando las galaxias como para esperar que algo así suceda.
No sé mucho de los fundamentos de la naturaleza, no soy más que un simple técnico. Pero después de todo este tiempo, una cosa sí he aprendido: si algo tiene la más mínima posibilidad de existir, tarde o temprano acabará existiendo. Lo he visto muchas veces en los archivos de la nave; seres improbables, imposibles, que toman su aliento del minúsculo resquicio que dejan las leyes del azar y se erigen victoriosos sobre la pesadez de lo común. La vida es así. Exótica. Impredecible.
Y así queremos que sea.
Pero a veces, la vida no solo es impredecible. A veces es también indeseable. Y hay que segarla; exterminarla. Por eso estamos aquí.
La Pallentis es una nave segadora. Limpia las galaxias de todas aquellas formas de vida que, de un modo u otro, suponen una amenaza. No sucede muy a menudo, pero sucede; especies agresivas, destructivas, violencia pura en forma de nucleótidos que se enroscan sobre sí mismos. Nosotros sembramos, sí, y después observamos. Pero no intervenimos, no somos diseñadores. Somos creadores de una obra inacabada.
Aunque vigilamos, eso sí. Vigilamos todo el tiempo.
En ocasiones, alguna de esas especies enloquecidas llega al límite del desarrollo tecnológico que le permite salir de su planeta. Expandirse, como en un momento ya muy lejano hicimos nosotros. Y es entonces cuando intervenimos. La inteligencia tiene una fuerza imparable, es un sistema que se retroalimenta y crece de manera espontánea. Así que no nos limitamos a confinarlos en su mundo; los eliminamos. Sin contemplaciones. Sin compasión. Como se deshace uno de una cepa de un virus mortal.
Es un trabajo duro; se trata de vida, al fin y al cabo. Pero alguien tiene que hacerlo.
Ahora, nos aproximamos a uno de esos planetas. Llevamos casi una semana decelerando, debemos de estar a punto de llegar. Por supuesto, en la nave no existen ciclos tales como “día” y “noche”; al menos, no de una manera natural. Pero hemos seguido conservando esa ancestral medida del tiempo porque alguna tenemos que tener; sin ciclos temporales, simplemente, nos vendríamos abajo. Esa sensación de repetición, de previsibilidad, hace que de alguna manera nos sintamos seguros. Es curioso cómo el poner etiquetas, trazar líneas, concretar límites completamente artificiales, apacigua nuestro espíritu inestable. Creemos encontrar seguridad en el surco que deja un dedo en el aire y olvidamos que es el dedo mismo lo que nos mantiene unidos a este mundo cambiante. A esta nave huidora.
La Pallentis está completamente automatizada, dirigida por una enorme y complicada inteligencia artificial. Explora el espacio utilizando unos parámetros que han sido introducidos hace mucho tiempo ya; y sus pasajeros, nosotros, somos poco más que meras piezas de mantenimiento, simples engranajes de un mecanismo complejo que escapa a nuestro entendimiento y voluntad. Ni siquiera sabemos hacia dónde nos dirigimos, y mucho menos cómo es el mundo que hemos de limpiar. “Limpieza”, así lo llamamos. Y solo después de hacerla podemos acceder a esos datos; es entonces cuando sabemos cómo eran esos seres, esas especies desaparecidas. Aunque casi nadie aquí quiere saberlo.
Yo sí quiero.
Seis días con ligeros mareos y malestar en todo el cuerpo, son las consecuencias de una deceleración lenta pero constante. Hace un buen rato ya que todo se ha estabilizado de nuevo; tal vez hayamos llegado. Disfruto el momento, una mezcla de expectación y alerta, mientras consulto unos datos en mi ordenador. Hasta que la puerta de la habitación se abre; es Seymour, sonriente. Él es uno de los ocho elegidos; yo también lo soy.
― Ya casi estamos ―dice mientras se acerca―. Iniciamos aproximación, ve preparándote. Entraremos en órbita en unas horas; después, nos llamarán en cualquier momento.
Está emocionado, lo noto. La llegada a un planeta es siempre algo diferente, la ruptura de una rutina. Pasamos demasiado tiempo viajando entre las estrellas. Llegar a un sitio, a donde sea, le da un sentido a ese viaje; tener un objetivo, ese es el truco. Ser el realizador del objetivo.
― Está bien ―respondo sin demasiado entusiasmo―, yo iré un rato a la sala de suspensión. Pero estaré preparado.
Seymour permanece de pie unos instantes, con la sonrisa todavía en la cara, tal vez esperando que yo haga algún comentario. Finalmente se da cuenta de que no tengo intención de añadir nada más, y elegantemente se da la vuelta y se marcha. Es una buena persona, todos en la Pallentis lo son; hay que serlo para vivir en una nave segadora. Bastante tenemos ya con lo que tenemos.
Desconecto el ordenador de grafeno que estaba usando y lo enrollo con cuidado. No es que tenga prisa, pero una visita a la sala de suspensión en plena aproximación planetaria es un espectáculo que nunca me pierdo.
Los pasillos de la nave están agitados, como era de esperar. Hay mucha actividad, todos somos conscientes de la importancia de lo que va a suceder. No es algo muy frecuente, así que cada vez es especial. Y más para los ocho elegidos. Para mí es la tercera vez, pero Seymour se estrena, y se nota; claro que él es mucho más joven que yo. Aunque aquí el tiempo tampoco es que tenga demasiada importancia. En una nave de casi diez mil personas que pueden vivir prácticamente el tiempo que quieran, pocas cosas tienen una importancia real. El tiempo, desde luego, no es una de ellas.
La sala de suspensión es una especie de mirador situado en uno de los laterales de la nave. Una habitación transparente, como una protuberancia que se vierte hacia el exterior; paredes, suelo y techo se confunden con un fondo estrellado e infinito, en ella se pierde completamente el sentido de la orientación. La puerta por la que se accede, que ocupa toda una pared, resulta ser un enorme espejo en la parte interior, y cuando se cierra, uno deja de tener contacto visual con material alguno; el universo entero parece venírsele encima. Los sentidos, entonces, se expanden; o al menos así me gusta expresarlo a mí. El silencio es absoluto, la luz muy escasa, y solo el contacto con el suelo de la estancia amortigua la sensación de que realmente se está en el espacio profundo. Yo acostumbro a tumbarme sobre el suelo, extender los brazos y dejarme invadir por una paz inmensa. Es como un tanque de aislamiento, donde no existe nada más que uno mismo. Aunque en cierto modo, es justo lo contrario; la grandeza de lo que se está viendo hace que parezca que es uno quien se vuelca hacia el infinito.
Aquí tumbado, espero. La Pallentis está maniobrando, pero su continuo movimiento de rotación me asegura que tarde o temprano veré el gran espectáculo; la entrada del planeta en mi campo visual. No hay nadie más aquí conmigo, la sala de suspensión no es muy popular; o crea fobias, o adicción. Para mí, es el mejor momento del viaje.
Por fin, tímidamente, la luz empieza a incrementarse y un pequeño disco blancuzco aparece cohibido a mi izquierda. Tarda varios minutos en mostrarse completo, en todo su esplendor; un círculo perfecto y majestuoso inundando mis sentidos. Me abandono a la contemplación de sus colores, de sus matices, de su presencia. No puedo más que pensar que está repleto de vida, de una vida a la que le queda muy poco tiempo para seguir siendo. Cuando nos vayamos, el planeta ya será otro.
Permanezco así un buen rato, mirando a ese coloso. Una leve sensación de desazón comienza a insinuarse cuando recuerdo que en esta ocasión soy de nuevo uno de los ocho. La primera vez fue excitante; la segunda, inevitable. Pero esta vez… bueno, esta vez, simplemente es. Lo único que queda es una intensa sensación de trato con lo ineludible.
El proceso es siempre el mismo; ocho personas, elegidas aparentemente al azar, entran en la pequeña habitación circular. Formando un octógono perfecto, ocho placas de un color azul pardo se distribuyen a lo largo de la pared, y ocho manos extendidas se sitúan sobre ellas simultáneamente. Entonces, algo sucede. Nadie sabe exactamente qué, solo que la temperatura en toda la nave asciende unos cuantos grados. Y que un nuevo planeta queda arrasado de toda forma de vida.
Tampoco sabe nadie qué sucedería si alguno de los ocho fallara, si su mano no llegara a posarse sobre la placa en el momento adecuado; seguramente, no se accionaría eso que hace que la vida desaparezca. O tal vez sí; puede que solo sea un señuelo, una manera de hacernos creer que seguimos siendo relevantes, por encima del ejército de inteligencias artificiales que controlan la nave. Somos seres biológicos, nuestro equilibrio emocional es delicado; tal vez solo estén cuidando de nosotros.
Pero desde mi naturaleza orgánica, intuyo que nuestra presencia en la Pallentis es necesaria para algo más que las labores de mantenimiento. De algún modo, es necesaria la presencia de vida para terminar con la vida. Quiero saber más, lo necesito.
El disco planetario ya ha empezado a salir de nuevo de mi campo de visión. Tengo que ponerme en marcha, pronto van a reclamar mi presencia. Activo el sensor que vuelve opaca la pared que en realidad es un espejo, y me levanto. La sensación de mareo es inmediata.
Atravieso la puerta y me dirijo al centro de mandos con la imagen del hermoso planeta todavía fresca en mi cabeza. Casi puedo sentir la vida bullendo en él, y algo dentro de mí se resiente; debería, al menos, saber lo que estoy haciendo.
Me encuentro de nuevo con Seymour en el último pasillo. Nos saludamos, él sigue mostrando una amplia sonrisa.
― Qué, ¿preparado? ―me dice, acompañando sus palabras con un gesto de cabeza.
― Preparado.
Entramos en la estancia repleta de instrumental de navegación estelar. Varios androides nos dan la bienvenida y nos invitan a ponernos cómodos mientras esperamos la orden. Allí solo estamos seis de los ocho, contándonos a Seymour y a mí. Nos miramos los unos a los otros con curiosidad; sus caras me suenan, debo haberlos visto en algún momento. En una nave como la Pallentis no es nada complicado que eso suceda. Mientras nos vamos presentando, aparecen los dos que faltaban; una chica en apariencia recién salida de la adolescencia y un hombre de mediana edad con gesto huraño. Nos sentamos todos, ante la triste evidencia de que ya no tenemos nada más de lo que hablar. Y esperamos.
Miro de reojo a Seymour y veo que está disfrutando. Se siente importante, por fin le pasa algo que supone una descarga de adrenalina. Yo estoy tranquilo, aunque por algún motivo una ligera sudoración ha ido apareciendo en mis manos. Me doy cuenta de que aprieto los dientes con demasiada fuerza y procuro aflojar un poco. Intento no pensar en nada.
Pasa el tiempo. Veinte largos minutos, antes de que el androide más amable del universo se dirija a nosotros.
― Bien, es el momento ―nos mira uno a uno―. Las placas están numeradas, a cada uno le corresponde el número que se le asignó cuando fuisteis informados de la selección. Sabéis cuál es, ¿verdad?
Lo miro con un cierto desagrado; es un androide, sé que no puede hacer nada con la intención de molestarme, pero su tono paternalista me irrita profundamente. Tal vez soy yo, que estoy un poco susceptible.
Respondemos todos que sí, que sabemos cuál es nuestro número, como si fuéramos niños de aprendizaje temprano. El mío es el cuatro; cuatro de ocho, ¿querrá decir algo? ¿Y si intercambiara mi número con alguien, funcionaría todo igualmente? ¿Es solo una manera más de hacernos sentir únicos, otro señuelo? Indago en los ojos del androide buscando una respuesta que no llega; quizá, ni siquiera él mismo la tenga.
Con un gesto cordial nos indica que nos dirijamos a una puerta; sé que detrás está la habitación circular, he estado aquí antes.
La puerta se abre, entramos. Una habitación desnuda, vacía, se presenta ante nosotros. Tan solo las pequeñas placas azules decoran una pared uniforme y metálica. Encima de cada placa, un número la identifica; me dirijo hacia la que está marcada con el número cuatro. Por un instante, se me pasa por la cabeza la idea de proponerle a Seymour un cambio de número, pero lo descarto enseguida; él se siente ahora mismo como un soldado luchando por su patria. Recuerdo esa sensación. Ahora, me siento más como un mercenario.
Ya estamos colocados. Los ocho humanos, de pie, formando un octógono en una habitación circular. El androide nos recuerda una vez más las instrucciones y luego se marcha. Por algún motivo, nunca hay una inteligencia artificial en la habitación cuando el sistema se activa. La puerta se cierra tras él y allí quedamos los ocho, esperando a que la luz se encienda. Me seco la mano en la ropa, sigo sudando bastante. Noto el corazón acelerado, igual que la respiración, y un pensamiento loco se me cuela en la cabeza; no pondré la mano sobre la placa.
En ese preciso instante se enciende la luz. Una luz roja como el infierno. Y mi mano se levanta de manera casi automática, situándose sobre la placa azul número cuatro. Sin pensarlo, sin querer hacerlo. Sin no quererlo.
Y al instante, me odio por ello.
Un poderoso sentimiento de cobardía me invade. El miedo ha podido conmigo, me ha cogido desprevenido en medio del pensamiento y, simplemente, lo he hecho. Ahora ya está, el momento se ha ido. Todo vuelve a ser un enigma. El mecanismo, la necesaria presencia de los ocho, el papel de los humanos en esta particular segadora…
La luz permanece encendida unos segundos; cuando se apaga, retiramos las manos de las placas. Una vez más, notamos que la temperatura ha subido.
La puerta se abre de nuevo y todos empiezan a salir, en sus caras la satisfacción del deber cumplido. Yo no puedo. Me quedo en mi sitio, el cuerpo no me responde. Creo que algo en mi interior reclama una segunda oportunidad que no acaba de llegar. El androide de antes entra cuando ya todos se han ido y me pregunta, de nuevo en ese tono paternal, si me encuentro bien. Por fin, como si se tratase de una clave oculta, esas palabras me activan y salgo. Soy un buen chico.
De regreso a mi cuarto me derrumbo sobre la cama, agotado por la tensión acumulada. Podría haberlo hecho, sé que hubiera podido, con algo más de tiempo. Ahora tendré que cargar con una duda, una sospecha que irá creciendo en mi interior como una enredadera; quién sabe cuánto tiempo tendrá que volver a pasar para ser de nuevo uno de los ocho.
Me acurruco en la cama, el disco planetario todavía en mi cabeza; hermoso, acogedor, majestuoso. Y ahora, también muerto.
Empiezo a notar en mi cuerpo cómo la Pallentis comienza a acelerar. Nos alejamos. Otra vez hacia el espacio profundo; hacia un nuevo destino que está ya programado. A seguir con la limpieza. Los pensamientos se van mezclando en mi cabeza, mientras el suave movimiento de la nave me ayuda a sumirme lentamente en un sueño placentero.
Me despierto dos horas después, sigo aún un poco aturdido. La nave está ya en plena aceleración, y mi cuerpo se sobrecoge un poco al recordar viajes pasados. Me desperezo; es hora de seguir con las tareas. Pero antes, voy a echarle un vistazo a los archivos, como hago siempre después de una limpieza. Me gusta saber qué tipo de especie ha dejado de existir, es como un último homenaje a esa forma de vida. Y también sirve para reforzarme, para darme cuenta del peligro del que nos hemos deshecho, que casi siempre es mucho. Asumir el ciclo mismo de la vida, apareciendo en alguna parte del universo y extinguiéndose en otra al mismo tiempo… sembrar y segar, sembrar y segar; cultivar.
Despliego el ordenador holográfico y hago la consulta; veo que sí, efectivamente el archivo ya ha sido cargado. Lo abro, y al instante una luz mortecina inunda la estancia. Una figura empieza a perfilarse ante mí y finalmente se define. La miro confundido, mi cerebro indica que algo no cuadra. Vaya, hacía tiempo que no se producía un fallo de este tipo; parece que alguien ha cargado un archivo equivocado.
Accedo directamente al servidor en el que se almacenan los datos de las especies eliminadas. Sí, la información ya está disponible, la han subido hace treinta minutos. Elijo un archivo pixelado que contiene una imagen representativa, la portada del álbum. Lo abro y la luz moribunda vuelve a invadirlo todo. La figura se forma de nuevo. Es la misma de antes; la imagen de un ser humano.
Nervioso, abro una nueva pantalla de consulta, esta vez de datos; necesito saber algo de ese mundo. Ahí están; las características del planeta. No lo entiendo; son datos de posición astronómica, pero la mayoría de ellos indican “cero”. ¿Está habiendo un fallo generalizado en la Pallentis? Nunca antes ha habido dos errores seguidos en una descarga de archivos.
Un último intento; si también esta vez es incorrecto, tendré que dar cuenta de ello. Busco el archivo con imágenes del planeta; siempre hay uno, con paisajes planetarios y criaturas extrañas que los pueblan. Lo encuentro; aunque es demasiado grande, debe tratarse de otro error. Lo abro con el proyector holográfico, y decenas de imágenes empiezan a desfilar ante mis ojos. Normalmente no hay muchas, pero este archivo está repleto; miles de ellas, quizá. Por eso el archivo era tan pesado.
Me quedo observando, sin entender al principio. Los colores cambian a un ritmo frenético, golpeando mi cara y oscilando a lo largo de toda la estancia. Las imágenes, esas imágenes. Una tras otra, segundo tras segundo. El azul de un cielo limpio, el gris de una tormenta marina, el tórrido amarillo de la arena en una playa donde juegan niños… colores mil veces aprendidos, consultados, leídos en los archivos, y que ahora se estrellan torpemente contra mi piel y mis sentidos.
La evidencia me atraviesa y un manto de desolación cae sobre mi ánimo; es la Tierra. El planeta origen, la cuna del ser humano. Un mundo que nunca conocí y que ya no conoceré, pero que de un modo absurdo descubro que he llevado siempre conmigo. Y ante unos ojos ya incapaces de retener lágrimas, arrodillado sobre el suelo que sostiene mi cuerpo derrotado, la sucesión de imágenes continúa mostrándose de una manera obscena. Ignorándome. Exhibiéndose.
Despidiéndose.