Nieves Delgado
09-Oct-2012, 15:13
Hola a tod@s. Aún no me entero bien de cómo va este foro, paro bueno... os dejo un relato, "La condena", para que valoréis si os gusta para la revista.
La condena
Las enormes puertas del edificio se abren lentamente, dando paso a dos guardias acorazados que portan a un hombre agarrándolo cada uno por un brazo. Apenas puede moverse por sí solo, y el paso implacable de los guardias le obliga a arrastrar las piernas en un patético intento por caminar. El pelo largo y negro como la noche se le pega a la cara empapada en sudor, impidiéndole ver hacia dónde se dirige.
Las tres figuras recorren los pasillos de la estructura entre miradas curiosas y furtivas, con el único sonido de fondo de sus propios pasos y la respiración entrecortada del hombre enfermo. Porque ese hombre está enfermo. Quince días atrás ha sido infectado con una versión no contagiosa del virus ébola, y el pequeño hijo de puta ha hecho bien su trabajo. Una fiebre superior a los 40 grados es la culpable de la capa de sudor que envuelve al debilitado cuerpo, cubierto por unas ropas en las que se confunden restos de vómito con regueros de sangre seca que bajan desde la nariz y los oídos. En el pantalón se distinguen, además, los vestigios de la última diarrea. Y huele mal. Huele muy mal. Pero eso no le importa a nadie, y mucho menos a los guardias, que en esos momentos tienen desactivados los sensores del olfato.
Tampoco parece importarle al hombre. A él, en realidad, ya nada parece importarle.
Al llegar a la sala principal, en el corazón del edificio, dos centinelas humanos se apartan de su camino y les abren las pesadas puertas de la estancia. Esperan a obtener el permiso, y finalmente, entran.
Varias personas que manipulan instrumental de laboratorio levantan la vista al ver entrar la comitiva, pero enseguida continúan con sus tareas. En el centro de la sala un hombre, con uniforme de grado superior, consulta datos a través de un interfaz conectado a su cabeza. Fija la vista en los recién llegados y hace una señal a los guardias para que se acerquen. Estos obedecen, soltando al reo y dejándolo caer al suelo a dos metros de sus pies.
―Vaya, vaya… ―lo observa con una mirada curiosa y severa al mismo tiempo―. Pues sí que has tenido que armar una buena. Por lo que veo aquí, has sido infectado con un patógeno de nivel uno. ¿Sabes ya cuál es tu condena? ―los presos no siempre lo saben. En ocasiones, es necesario evitar en el traslado reacciones imprevisibles.
El hombre apoya las palmas de las manos sobre el suelo y levanta ligeramente el torso, agotado por el esfuerzo y los temblores de la fiebre.
―¿…No… no es esa…, el haberme metido esa cosa…? ―su voz es casi inaudible, pero de algún modo el oficial puede escucharla.
―No. No es esa. Veo que no estás al tanto.
Pasea su mirada por el hombre durante unos segundos, evaluando la situación. No lo sabe. El pobre desgraciado todavía no sabe nada. Ha bajado la cabeza de nuevo tras el visible esfuerzo de mantenerla erguida unos momentos. Es un ser completamente derrumbado y abatido. Un desecho humano. Y desde luego, tiene que ser un delito muy grave el que ha cometido.
―Tu condena es la inmortalidad.
En un primer momento, el hombre no reacciona. Tarda un poco en volver a moverse, y cuando parece que no será ya capaz de hacerlo, pone de manifiesto una fuerza de voluntad sobrehumana y levanta de nuevo la cabeza.
―…¿La… inmortalidad?... ―si no sonara tan patética, la carcajada podría haber sido bastante espeluznante―. Me temo que es un poco tarde para eso… ¿no veis que me estoy muriendo?
El oficial hace caso omiso del comentario y comienza a recitar un texto que no necesita leer, porque ya lo sabe de memoria.
―Tu condena es la inmortalidad ―repite―. Se te va a inocular una carga de nanobots reparadores de autoregeneración constante. El efecto sobre tu organismo será la reparación continua de material orgánico, de tal forma que todas las células y tejidos de tu cuerpo se van a mantener exactamente en el mismo estado que muestran actualmente, permitiendo la acción de patógenos presentes en tu organismo en este preciso momento, pero manteniendo controlada su acción. Así mismo, los nanobots se autoregenerarán y autoduplicarán con el fin de mantener constante su nivel de presencia en tus fluidos y garantizar así el efecto sobre tu organismo, reparando todos aquellos daños a mayores que se produzcan en él. Dada tu clasificación de peligrosidad, la sentencia es inapelable y de inmediato cumplimiento.
A un gesto del oficial, los dos guardias recogen del suelo al hombre y lo arrastran a una camilla instalada en un rincón de la estancia. Sabe perfectamente que una condena de inmortalidad en aquellas condiciones equivale en la práctica a la muerte. Los condenados no aguantan, así de simple. Y aunque la tecnología nanobótica es la más avanzada que jamás se haya conseguido, tiene un límite. Si el daño producido en el organismo es superior a la capacidad regeneradora de las pequeñas máquinas, no hay tiempo suficiente para hacer reparación alguna. Así que los condenados acaban con su vida utilizando métodos violentos. Violentos y rápidos.
El sistema no se plantea mantener indefinidamente a sus peores criminales. Demasiado caro e inútil. La expectativa de una tortura continua y permanente hace que el preso, tarde o temprano, evalúe seriamente el acabar con su vida. Y no se le pone impedimento alguno para ello. Muy al contrario, en la celda suelen ir apareciendo gradualmente, de una forma misteriosa pero evidente, múltiples artefactos adecuados para tal fin. Es parte de la condena. Los días y las noches que el preso pasa luchando contra sí mismo. Las miradas furtivas a un cuchillo o a una soga mientras el dolor se lo come por dentro. La decisión final, tomada generalmente entre ataques de ansiedad y sollozos de rendición… Y la autoejecución. El final de todo.
Lo atan a la camilla, aunque su movilidad es ya de por sí muy limitada. Es en esos momentos cuando los reos suelen derrumbarse. Comienzan a llorar desconsoladamente e imploran clemencia a gritos. O se desmayan, él lo ha visto. Guerreros fornidos que pierden el conocimiento ante la inminencia del cumplimiento de la sentencia. Y este hombre parece estar a punto de caer en alguno de esos estados.
Pero finalmente, no es eso lo que sucede. Permanece profundamente callado mientras le atan manos y pies, y entonces levanta un poco la cabeza para dirigir la mirada al oficial que le ha leído la sentencia. Una última mirada antes del abandono.
Esos ojos. Unos ojos que arden. Duros como el diamante, pero abrasadores también. Podría ser rabia, odio, o simplemente locura. Pero el oficial sabe que no es ninguna de esas cosas. Es una promesa, un ancla de voluntad que ha lanzado el hombre para no navegar a la deriva en ese mar de desesperación que intenta hundirlo. Y clava el ancla. Y arrastra con ella la seguridad y confianza del oficial, que hace un gesto a sus subordinados para que aceleren el proceso.
El hombre cierra entonces los ojos y deja reposar la cabeza sobre una raquítica almohada, mientras una mujer vestida de blanco ajusta el brazo robótico de la camilla a su cuello. Nota cómo la aguja hipodérmica lo traspasa, y al momento, un líquido muy frío lo invade. Todo su cuerpo se va tensando mientras es poseído por el frío lacerante. Un río helado de diminutas máquinas que se adueñan de su destino.
El oficial le echa una última mirada antes de seguir con sus tareas, y siente cómo una avalancha de miedo le recorre neurona tras neurona. El preso se mantiene en silencio, completamente tenso y con las mandíbulas apretadas. Pero una ligera sonrisa empieza a dibujarse entre ellas. Una sonrisa que va creciendo a medida que la jeringa se va vaciando. A medida que su propósito se va fortaleciendo.
La condena
Las enormes puertas del edificio se abren lentamente, dando paso a dos guardias acorazados que portan a un hombre agarrándolo cada uno por un brazo. Apenas puede moverse por sí solo, y el paso implacable de los guardias le obliga a arrastrar las piernas en un patético intento por caminar. El pelo largo y negro como la noche se le pega a la cara empapada en sudor, impidiéndole ver hacia dónde se dirige.
Las tres figuras recorren los pasillos de la estructura entre miradas curiosas y furtivas, con el único sonido de fondo de sus propios pasos y la respiración entrecortada del hombre enfermo. Porque ese hombre está enfermo. Quince días atrás ha sido infectado con una versión no contagiosa del virus ébola, y el pequeño hijo de puta ha hecho bien su trabajo. Una fiebre superior a los 40 grados es la culpable de la capa de sudor que envuelve al debilitado cuerpo, cubierto por unas ropas en las que se confunden restos de vómito con regueros de sangre seca que bajan desde la nariz y los oídos. En el pantalón se distinguen, además, los vestigios de la última diarrea. Y huele mal. Huele muy mal. Pero eso no le importa a nadie, y mucho menos a los guardias, que en esos momentos tienen desactivados los sensores del olfato.
Tampoco parece importarle al hombre. A él, en realidad, ya nada parece importarle.
Al llegar a la sala principal, en el corazón del edificio, dos centinelas humanos se apartan de su camino y les abren las pesadas puertas de la estancia. Esperan a obtener el permiso, y finalmente, entran.
Varias personas que manipulan instrumental de laboratorio levantan la vista al ver entrar la comitiva, pero enseguida continúan con sus tareas. En el centro de la sala un hombre, con uniforme de grado superior, consulta datos a través de un interfaz conectado a su cabeza. Fija la vista en los recién llegados y hace una señal a los guardias para que se acerquen. Estos obedecen, soltando al reo y dejándolo caer al suelo a dos metros de sus pies.
―Vaya, vaya… ―lo observa con una mirada curiosa y severa al mismo tiempo―. Pues sí que has tenido que armar una buena. Por lo que veo aquí, has sido infectado con un patógeno de nivel uno. ¿Sabes ya cuál es tu condena? ―los presos no siempre lo saben. En ocasiones, es necesario evitar en el traslado reacciones imprevisibles.
El hombre apoya las palmas de las manos sobre el suelo y levanta ligeramente el torso, agotado por el esfuerzo y los temblores de la fiebre.
―¿…No… no es esa…, el haberme metido esa cosa…? ―su voz es casi inaudible, pero de algún modo el oficial puede escucharla.
―No. No es esa. Veo que no estás al tanto.
Pasea su mirada por el hombre durante unos segundos, evaluando la situación. No lo sabe. El pobre desgraciado todavía no sabe nada. Ha bajado la cabeza de nuevo tras el visible esfuerzo de mantenerla erguida unos momentos. Es un ser completamente derrumbado y abatido. Un desecho humano. Y desde luego, tiene que ser un delito muy grave el que ha cometido.
―Tu condena es la inmortalidad.
En un primer momento, el hombre no reacciona. Tarda un poco en volver a moverse, y cuando parece que no será ya capaz de hacerlo, pone de manifiesto una fuerza de voluntad sobrehumana y levanta de nuevo la cabeza.
―…¿La… inmortalidad?... ―si no sonara tan patética, la carcajada podría haber sido bastante espeluznante―. Me temo que es un poco tarde para eso… ¿no veis que me estoy muriendo?
El oficial hace caso omiso del comentario y comienza a recitar un texto que no necesita leer, porque ya lo sabe de memoria.
―Tu condena es la inmortalidad ―repite―. Se te va a inocular una carga de nanobots reparadores de autoregeneración constante. El efecto sobre tu organismo será la reparación continua de material orgánico, de tal forma que todas las células y tejidos de tu cuerpo se van a mantener exactamente en el mismo estado que muestran actualmente, permitiendo la acción de patógenos presentes en tu organismo en este preciso momento, pero manteniendo controlada su acción. Así mismo, los nanobots se autoregenerarán y autoduplicarán con el fin de mantener constante su nivel de presencia en tus fluidos y garantizar así el efecto sobre tu organismo, reparando todos aquellos daños a mayores que se produzcan en él. Dada tu clasificación de peligrosidad, la sentencia es inapelable y de inmediato cumplimiento.
A un gesto del oficial, los dos guardias recogen del suelo al hombre y lo arrastran a una camilla instalada en un rincón de la estancia. Sabe perfectamente que una condena de inmortalidad en aquellas condiciones equivale en la práctica a la muerte. Los condenados no aguantan, así de simple. Y aunque la tecnología nanobótica es la más avanzada que jamás se haya conseguido, tiene un límite. Si el daño producido en el organismo es superior a la capacidad regeneradora de las pequeñas máquinas, no hay tiempo suficiente para hacer reparación alguna. Así que los condenados acaban con su vida utilizando métodos violentos. Violentos y rápidos.
El sistema no se plantea mantener indefinidamente a sus peores criminales. Demasiado caro e inútil. La expectativa de una tortura continua y permanente hace que el preso, tarde o temprano, evalúe seriamente el acabar con su vida. Y no se le pone impedimento alguno para ello. Muy al contrario, en la celda suelen ir apareciendo gradualmente, de una forma misteriosa pero evidente, múltiples artefactos adecuados para tal fin. Es parte de la condena. Los días y las noches que el preso pasa luchando contra sí mismo. Las miradas furtivas a un cuchillo o a una soga mientras el dolor se lo come por dentro. La decisión final, tomada generalmente entre ataques de ansiedad y sollozos de rendición… Y la autoejecución. El final de todo.
Lo atan a la camilla, aunque su movilidad es ya de por sí muy limitada. Es en esos momentos cuando los reos suelen derrumbarse. Comienzan a llorar desconsoladamente e imploran clemencia a gritos. O se desmayan, él lo ha visto. Guerreros fornidos que pierden el conocimiento ante la inminencia del cumplimiento de la sentencia. Y este hombre parece estar a punto de caer en alguno de esos estados.
Pero finalmente, no es eso lo que sucede. Permanece profundamente callado mientras le atan manos y pies, y entonces levanta un poco la cabeza para dirigir la mirada al oficial que le ha leído la sentencia. Una última mirada antes del abandono.
Esos ojos. Unos ojos que arden. Duros como el diamante, pero abrasadores también. Podría ser rabia, odio, o simplemente locura. Pero el oficial sabe que no es ninguna de esas cosas. Es una promesa, un ancla de voluntad que ha lanzado el hombre para no navegar a la deriva en ese mar de desesperación que intenta hundirlo. Y clava el ancla. Y arrastra con ella la seguridad y confianza del oficial, que hace un gesto a sus subordinados para que aceleren el proceso.
El hombre cierra entonces los ojos y deja reposar la cabeza sobre una raquítica almohada, mientras una mujer vestida de blanco ajusta el brazo robótico de la camilla a su cuello. Nota cómo la aguja hipodérmica lo traspasa, y al momento, un líquido muy frío lo invade. Todo su cuerpo se va tensando mientras es poseído por el frío lacerante. Un río helado de diminutas máquinas que se adueñan de su destino.
El oficial le echa una última mirada antes de seguir con sus tareas, y siente cómo una avalancha de miedo le recorre neurona tras neurona. El preso se mantiene en silencio, completamente tenso y con las mandíbulas apretadas. Pero una ligera sonrisa empieza a dibujarse entre ellas. Una sonrisa que va creciendo a medida que la jeringa se va vaciando. A medida que su propósito se va fortaleciendo.